lunes, 27 de abril de 2009
sábado, 25 de abril de 2009
La mecánica de los agujeros
Reconocí en mi abuela una tensión extraña. Hablaba y sus palabras, sus ideas parecían alargarse como el chicle cuando lo estiramos, estar siendo jaladas de sus labios a través de su cara, bajo la piel, detrás de su nariz, por dentro de su cráneo hacia arriba y hacia un lado, diagonalmente, y sus ojos celestes parecían estar siendo jalados con ellas porque se perdían ambos hacia arriba y hacia atrás, y entonces lo que decía era mucho y trataba de su pasado. Es de lo único que habla. Nos explicaba de La Punta y del Callao y de los tranvías. Nos contaba algunas verdades, pero todo parecía, como sus palabras, alargado, estirado desde las geografías donde está lo real hasta aquellas verduscas, fucsias, amarillentas donde reside lo otro, aquello que usualmente acabamos prefiriendo.
Disfruté sobre todas de dos de sus anécdotas. En la primera ella había fundado la Cruz Roja, aún muy joven, magnánima y devota, y en la segunda, en medio de una celebración delirante, en plena avenida Grau, el mismo Haya de la Torre había descendido de un vehículo, vitoreado por las masas, y le había encomendado la crianza de Alan García. Y me gustaron tanto sus historias y pensé que no era esa niebla, que también llamamos demencia, lo que la fatigaba. Quizás debemos postular otro modelo y considerar su devaneo como el efecto de un motor macabro, no de un desfallecimiento.
Yo imagino la muerte como un gigantesco agujero, que nos llama y que consecuentemente nosotros perseguimos, que tinta no sólo los últimos tiempos que tenemos sino todos, cada vez más, manifestándose cuando ya está muy cerca con gracias similares a las que reconocí en mi abuela, de 98 años. Imagino además múltiples agujeros, literales y figurados. Imagino que cada agujero tuerce según sus caprichosos parámetros el tejido de la cultura y de la memoria –me copio de Einstein- elaborando así cada una de nuestras pulsiones, e imagino un supremo director de arte encargado de disponer estos agujeros en un plano del hiperespacio, utilizando metodologías ignotas y matemáticas futuras, y creo que la interacción, las distancias (si acaso ese concepto sigue siendo válido), las empatías y los desprecios entre estos agujeros nos definen.
Siempre me gustaron estos agujeros. No me quejo. Me persiguen con su fuego y con su silencio, cada uno a su manera. Ansían chuparme la esencia, hacerme feliz o tornarme inmortal. Ansían mi cuerpo y lo detienen, en otros casos lo propulsan: lo arrojan sobre terrenos hostiles y yo he dispuesto no rendirme hasta descubrir el mecanismo tras su juego, la risa que comparten. Quiero penetrar el Ágora Crónica, aquel espacio donde todos mis agujeros se encuentran en perenne tertulia, bebiendo vodka frío y comiendo papas fritas con sal, y no quiero mellar a ninguno de ellos, pues son parte de mí. Que no se piense que les tengo recelo. Ya lo dije: siempre me gustaron los agujeros.
Como dos abismos imantados y voraces, cada noche cantan para mí las vaginas y la muerte.
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jueves, 23 de abril de 2009
Window shopper
Rondo, rondamos como extrañas mareas. Repletas de congoja o sal, sueños, reunidas en un alma común, azules muchedumbres atestan las avenidas. Las cruzamos cuando se arrecian: entonces son permeables y diáfanas y se conforman de átomos súper excitados. Claras multitudes en un semáforo, experiencias de la mala ciudad: miles de cabezas verdes e hirsutas que me parecen canicas translúcidas nadando caóticas en un océano refrescante y carísimo de agua Perrier.
Y no encontramos nada, alguien en ellas que nos detenga. Caminamos entre mujeres oscuras, hermosas melodías pop y objetos de menos valor. Curioseamos: participamos de esta vida ajena y notamos el humor dulce del cuerpo abochornado que nos acompaña en el ascensor, la línea delicada de su vestido cálido y cómo delinea aquella cintura fina mientras esas piernas llevan a la chica, deliciosamente, fuera del aparato metálico y de nuestro alcance. Luego lo olvidamos todo y aquello, aquel olvido que es lívido y está prendido a la seda rosada que lo envolvió, es todo lo que es esto: mirar pero nunca recoger.
En Memorias de Adriano, traducida al castellano por Cortázar, Marguerite Yourcenar interpreta las opiniones de Adriano sobre un joven romano que ha penetrado en su vida. Nos dice de Lucio Ceyonio: Lo miraba vivir. Mi opinión sobre él se modificaba de continuo, cosa que sólo sucede con aquellos seres que nos tocan de cerca; a los demás nos contentamos con juzgarlos en general y de una vez por todas.
Rondo y observo, busco poseer la total templanza de los ascetas. Ni soy como Adriano ni soy un asceta; rápidamente me corrompo, salto, caigo sobre el mundo: opino, incido, beso. Finalmente no logro nada, defino y olvido. Iba el otro día, andaba por una tienda de ropa y vi una negra, perfecta casaca. Era corta y delgada, como yo la quería, y una hebilla gruesa y hostil cerraba el cuello duramente, seca y vibrante como la herramienta de un herrero. Justa, convulsionaría mi figura. Entonces supe que era para mí.
¿Pero debía ir a buscarla? ¿No sería, quizás, la misma figura?
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martes, 21 de abril de 2009
Acerca de la limpieza
Odio ver comer a todos. Odio el olor de la comida ajena, sus vapores, los ruidos y los ademanes de ellos que la consumen mientras lo hacen, porque nunca son más sucios, ni cuando hablan. Odio ver comer a mi tía, a mi hermano, a mi nonna y a mis amigos. Lo odio porque nunca como entonces son tan simples, tan reales y menospreciables. Odio compartir la mesa con ellos y a veces, acumulada la fórmula de sus hedores en mi mente, odio que vivamos en el mismo espacio y espero, rezo porque se repita entre nosotros aquello de La Torre de Babel.
Odio la vejez. Mi nonna se ha vuelto un trapo sucio y sabio y repugnante y cada día mi mamá es un trapo más sucio y más sabio y antes de que lo pueda evitar yo también seré un trapo sucio, sucio de miel o de escoria o de Inca Kola (no lo sabré), y encima sabio. Pero yo no quiero ser ni un trapo sucio ni un sabio: yo sólo quiero ser un no-trapo: cualquier imbécil límpido y aventurero. Seguramente, dentro de muchos breves años, y ya trapo, aquellos que me quieran me alejarán de pistolas, puentes y terrazas y empiezo a aceptar que quizás no pueda hacer nada al respecto.
Odio comunicarme y odio esta computadora. Odio la ausencia de ternura y sexo oral en mi vida cotidiana. Odio a mis amigas cuando no me contestan el teléfono. Odio la economía de mercado y también la economía social de mercado. Odio querer hablar con alguien y no poder y lamento la proliferación en la ciudad de todos aquellos con los que jamás podré entenderme. Son un ejército gigantesco, un enjambre fabuloso de termitas mucho más inclinadas al éxito reproductivo que yo y quisiera derrotarlas, en inferioridad de números, con la misma gracia perfecta con que Napoleón derrotó a Alejandro I en Austerlitz. Esta batalla conforma mi vida, ya lo supe, y, lo sé también, es mi Waterloo.
Odio la risa que nace de un chiste propio. Odio a cada idiota que cree que comparto su humor y no comprendo a aquellos que comparten el mío. Yo soy nadie y ellos también y observándolos reír, tras el pelícano movimiento de mis labios, mis hombros, mi dúctil cintura, no puedo evitar sentir la dulce tentación del amor y la fama, en ese instante no tan distantes, y así los odio un poco menos a pesar de todo mi sentido común y en contra de aquel instinto innombrable, cetrino y asesino y maldito, que podría salvarme del olvido.
Odio La vida exagerada de Martín Romaña y odio a los turistas que observé hoy preguntando, en un castellano boricua y canchero, si les correspondía obtener un refill de su gaseosa en el McDonald’s. Siento que de algún modo son odios muy similares. No entiendo los Sonetos de Orfeo. Odio la noción de dirección y sentido que parece regir o no regir -en flagrante oposición- nuestras vidas y ciudades y lecturas. Pero no propongo aquello milagroso y distinto. No sé nada de esto y sólo quisiera vivir en un orbe gigantesco y espejado y claro que nos contenga a todos, dormidos e ilusos, soñando un sueño conjunto donde el rey sea un gnóstico hippie o a lo mejor el mismo Claudio Ptolomeo.
Odio profundamente las distancias que nos separan.
domingo, 19 de abril de 2009
Retroalimentación positiva
Camino una o dos horas cada día. Quiero mucho a mi mamá. Camino una, dos horas. En ocasiones la trato con sanguinario desamor.
Camino hasta el trabajo, vuelvo del trabajo. Camino también en círculos, un Domingo como este. Trazo un circuito tentativo, quiero alcanzar algún hito y probablemente no lo alcanzo. Vuelvo a casa. Pienso.
Bertrand Russell recordó, al principio de In praise of idleness, que nos han enseñado a siempre estar ocupados. Como todo buen ocioso, devoré este texto a penas lo encontré. Pues no es pecado exclusivo de los creyentes ansiar lo que apuntala sus vicios. Todos buscamos enriquecernos de lo que nos impulsa, sea a la sonrisa, la lluvia, el azul, el contento y el verano, o al agua del water una mañana congelada. Russell arranca el texto recordando que nos han enseñado que existe cierta virtud en el trabajo y cierta malignidad en el ocio. Y mientras caminaba hoy por el Paseo Roosevelt –el lindo Paseo Roosevelt- recordé a Russell con algo semejante al cariño y seguí así, sin remordimientos ni alegrías, mi fresco zigzagueo.
Dedico ese par de horas de caminata, cada día, a nada salvo pensar libremente. Frecuentemente me pierdo, no concibo cómo llegué a cierta idea tajante o radical que si bien me parece genial no sabría de qué manera justificar, y trato de retroceder, recordando todos los ambientes que he recorrido y todo lo otro que pudo influenciarme, buscando ese motivo, la noción primaria de la construcción aparecida en mí, muy a la manera de Dupin en Los Asesinatos de la Calle Morgue.
Supongo que la creencia de que el ocio es maligno surge justamente de esto: del hecho que en él es muy fácil caer en la tentación de la reflexión. Cuando pensamos realmente, no siempre arribamos a buen puerto. Comúnmente el muelle es extraño y desolado y sórdido, los marineros son seres pálidos y oscuros que nos poseerían felices; en ocasiones, como devueltos por una regurgitación enológica, los océanos están rojos y el barco gira en espirales infinitas, sin tierra a la vista; en los casos más raros nos recibe, con un Bloody Mary de conchas de abanico en la mano, el recuerdo bueno de una increíble o pequeña mujer.
He creído que muchos jamás descubren esto, porque muchos jamás piensan sin límites. Creen que sólo debemos buscar aquello que no nos trae problemas. La mayor parte de nosotros, además de interesarse por estar ocupados lo más posible y luego pensar lo menos posible, cuando sí piensa, lo hace limitándose, cortando las emociones, restringiendo la imaginación para neutralizar aquellas pulsiones que los conducirían fuera de la senda central, el camino claro y virtuoso.
Yo, en cambio, creo en alimentar las pulsiones que me acometen, en seguirlas donde me lleven, hasta todos los rincones de mí. Y así sucede que llego una tarde, un domingo por la noche a mi casa después de una caminata y aunque me veo como siempre he viajado a cualquier parte. Puedo amar o detestar, indistintamente, a toda la raza humana.
Pocas veces busco encantar a alguien.
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miércoles, 15 de abril de 2009
“What's Yr Take on Cassavetes"
Sobre la berma, anochecido el día, puedo escupirle en la cara a un niño muy pequeño y sucio que me pide una limosna. Puedo regocijarme del escupitajo que cuelga ahora de su ojo y también de su cara humillada, muerta de frío, torneada por el tiempo y el futuro; puedo reírme incluso si es que empieza a llorar desconsoladamente, entre la gente muy correcta que se detiene, no lo toca y lo observa confundida.
Puedo burlarme largamente, reírme gritando a carcajadas mientras otros me observan, de un ciego, que apostado en los escalones que descienden al Averno, frente al cine Alcázar, lleva un cartel en el que leo más que sorprendido Soy Evidente.
Sin amor, puedo descender inesperadamente con toda la furia de un oficinista sobre cualquier peste urbana. Puedo apuntalar la ira que sufro diariamente, necia, próxima al trueno y la paranoia, con toda la angustia de las horas y los días y los automóviles, y después concretarla en un solo zapatazo que reverbera en varios saltos asesinos que descienden todos sobre un lugar: aquella miserable hormiga, araña u oruga hasta desaparecerla, hecha un puré de patas y partes, mimetizada en la inmortal escoria de la gran ciudad.
Puedo escapar, pretender que no amo este país. Puedo olvidar a todas las mujeres. Puedo escribir que hago todo esto y jamás hacerlo. En esa duda está el misterio, el motivo de estas notas.
Puedo burlarme largamente, reírme gritando a carcajadas mientras otros me observan, de un ciego, que apostado en los escalones que descienden al Averno, frente al cine Alcázar, lleva un cartel en el que leo más que sorprendido Soy Evidente.
Sin amor, puedo descender inesperadamente con toda la furia de un oficinista sobre cualquier peste urbana. Puedo apuntalar la ira que sufro diariamente, necia, próxima al trueno y la paranoia, con toda la angustia de las horas y los días y los automóviles, y después concretarla en un solo zapatazo que reverbera en varios saltos asesinos que descienden todos sobre un lugar: aquella miserable hormiga, araña u oruga hasta desaparecerla, hecha un puré de patas y partes, mimetizada en la inmortal escoria de la gran ciudad.
Puedo escapar, pretender que no amo este país. Puedo olvidar a todas las mujeres. Puedo escribir que hago todo esto y jamás hacerlo. En esa duda está el misterio, el motivo de estas notas.
martes, 14 de abril de 2009
Los pájaros
Era el jueves por la tarde e iba hacia la casa de Jorge. Estaba intranquilo y nos íbamos a ir a Polvos Azules a comprar películas de terror y zapatillas. Pensaba todo el tiempo, más sobre el vacío de cada bocacalle, en esas ganas sensuales que tenía de viajar lejos y de quedarme enterrado en el lugar más disipado que pudiera alcanzar.
Iba en mi carro, que se llama Satanás, y lo manejaba como sólo lo hago cuando voy solo. Jugando a sentir que controlo una verdadera máquina lo comando con agresividad, con gentil torpeza, busco que suene, que vibre, acelero de más en las rectas libres, zigzagueo cuando algo me distrae, casi choco, después doblo con talante, sin astucia, con aquella mesurada imprudencia que nunca luzco cuando tengo alguien más conmigo subido en él, y canto mientras lo hago todo, las malditas melodías de siempre a voz en cuello y como imitando al más grave y sórdido de todos los cantantes bajos. Yo no le puse el nombre a Satanás, se lo pusieron las amigas de mi hermano. Persiguieron lograr un chiste y consiguieron algo mucho mejor: un nombre perfecto. Me enorgullezco de Satanás, aunque sea rojo y lerdo. Lo tolero, lo amo porque es profano, inadecuado, porque en él he besado y porque en él he casi muerto.
El asunto es que iba manejando y a unos 40 metros vi dos palomas sobre la pista. Comían y yo las vi y no les hice caso y seguí pensando en mis delirios de viajante, expandiéndolos hacia roles exploradores, misioneros y épicos que no se detendrían en el simple proselitismo, que alcanzarían la ejemplificación radical, al borde de tornarme en un mártir del placer y del ocio. Asumí que escaparían de Satanás y sus ruedas de fuego, pero no se movieron. Ya sólo eran 20 metros cuando las volví a ver, tales estatuas, y comencé a frenar. Aún no se movieron. Entonces frené casi completamente. Pero no se movieron. Me detuve frente a ellas y luego empecé a avanzar, muy lento. No se movieron.
Ya he dicho antes que creo que nuestra mente es la sala de control y nuestro cuerpo una marioneta, una marioneta en la que se impregnan los trazos, las inflexiones, las perversiones del alma. Así, esta se expresa en las formas del cuerpo y como resultado existe nuestra imagen: la concreción de nuestra mente en nuestra forma, digamos que nuestro estilo. Yendo no mucho más allá, creo que nuestra mente no se detiene en el cuerpo e incorpora más elementos a su yugo. Por ejemplo, el auto que manejamos. Él va como nosotros, gira como nosotros: se tropieza, yerra con nosotros.
Esto debe ser obvio para muchos. Sin exagerar, incluso para una pareja de palomas alimentándose en el medio de la pista. Entonces es preciso acelerar, súbitamente, para declarar una vez más, envuelto en una nube de plumas, que las apariencias engañan.
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domingo, 12 de abril de 2009
El Lovelub, la maravilla
Sentí la mayor envidia de toda mi vida la noche cuando vi a la chica más linda que había visto en toda mi vida. Ella podía haber tenido 18 y el pelo rubio y las tetas decentes, y yo sería entonces el Justin Timberlake del deseo: aquel amante que represente a casi todos; pero ella tendría más bien unos 15, el cuerpo agrio y esbelto, el pelo renegrido, los ojos habana y la mirada seca y dura y pálida, una sonrisa amplia. Yo, menos amable, tenía 20, unas zapatillas viejas y estaba colmado todavía de buenas voluntades. Ella en cambio parecía haber sido derrotada, tan temprano, por la vida, y ese era su mayor atractivo; un odio por todo, necio y prolífico como un huayco harto de cantos, un odio nocivo pero seductor que yo pude sobrentender en sus cejas superpobladas la poseía, me condujo instantáneamente a quererla.
La vi primero esperando frente a la farmacia. Yo había comprado algunas bolsas de Señor Maíz, que por entonces o para mí eran una maravilla nueva, había cruzado la pista e iba caminando por la vereda opuesta al supermercado. Era mi idea discurrir algo ebrio hasta el malecón; andar campante como nunca y cruzar sonrisas con los peatones, que asumía en aquel tiempo no eran más que simples criminales, sentir el gozo profundo de la plenitud que le debe conferir a los necios la gigantesca imagen de la cruz pulsando sobre el Morro Solar, cada noche. Me había propuesto -después lo cumplí- comprar una Pilsen en cada grifo que viera y beberla en el acto y caminar hasta encontrar cierto lugar que había elegido, frente al Marriott, como mi lugar favorito de toda la ciudad. Pero entonces la descubrí y viré, no seguí derecho por la vereda, esperé un momento dormido en un trance, la miré en los ojos redondos, detenidos los dos sobre mí, sus amplios ojos creciendo súbitamente, y no encontré otro argumento para justificar mi cambio de rumbo que meterme en la farmacia.
Dentro me perdí en la fila de los cepillos de dientes y el enjuague bucal y leí un rato imposible de cuantificar las instrucciones del Listerine. Las leí múltiples veces; leí las distribuidoras para cada país mientras pensaba en ella y en cómo ella, magnífica, usaba la raya al costado, me dejaba ver sus cejas tajantes, y cómo unos lentes negros y muy anchos cuadriculaban sus pómulos. Leía mientras, tan cerca, había un leve rubor que coloreaba estos pómulos, altos y cuadrados y delineados. Dejaba el pomo de Listerine y pasaba a la sección de los condones sabiendo que ella tenía los labios burdamente llenos, casi groseros, y que la nariz pequeña la tenía como un fruto pequeño. Giraba y volvía por los pasillos, me detenía otra vez en la sección de los condones porque desde allí podía verla, enigmáticamente sostenida sobre la vereda, a través de la ventana esperando algo, como bailando, cuando llevaba una camiseta oscura y el cardigan gigantesco y gris le quedaba casi de abrigo.
Salí al rato de la farmacia y me detuve a unos pasos de ella. Tenía yo una bolsa con Panadoles. Los había comprado para, supuestamente, justificar la visita a la farmacia, y cuando había estado en la caja había descubierto junto a mí un pata gigante, un manganzón de un metro noventa parado frente a la caja contigua. Al momento de observar lo que compraba, siempre curioso, me había reído al ver que compraba un tubo de Lovelub. Había imaginado que este pata tendría muchas amantes, mucho mayores que yo, y había sonreído ante el deseo de un futuro tal cual para mí. Así, llano y juvenil, con la bolsa de Panadoles en la mano, había estado viendo detenidamente a mi querida mientras pensaba que el mundo podía ser justo y que yo un día sería muy grande y mi vida como una película porno. Tranquilo, me sentía confiado. Me sabía mayor que ella y más sabio que ella. Seguí mirándola, fulminante, y en pocos segundos ella lo notó. Me hizo así con la mano; hola, me sonrió. Y hola le contesté, ¿cómo estás? Pero en ese instante salió el gigante de la tienda, no entendió la situación, no supo que nos habíamos saludado dado que no estábamos demasiado cerca y se acercó a ella sin notar mi presencia. Sacó el tubo de su bolsa y se lo mostró, sonriendo. Ella supo que yo lo había visto, me miró de lado y se sonrojó. Luego el gigante la tomó de la mano y partieron juntos, caminando lentos por Los Manzanos.
Te digo que existe aquel lugar, frente al Marriott, que ya no es mi favorito de toda la ciudad. Pero existe y lo fue. Y en el uno puedo sentarse sobre un muro alto de piedras, una jardinera, y uno puede sentado allí estar muy cerca de los autos que pasan, entrando a Larco desde Armendáriz, sin que ellos sepan que uno esta en ese lugar antes del último momento. Cuando llega aquel momento, de súbito aparece el auto, el micro, la combi, y apareces tú para el copiloto, el cobrador, los pasajeros, apareces tan cerca de ellos y repentinamente, sin que lo esperen. Entonces los has observado en la más oscura intimidad, tras el vidrio del vehículo, y ellos abren tremendamente sus ojos, atontados por el placer en tu mirada. Porque la intimidad no sólo existe en un lugar escondido donde nadie nos ve, sino también existe en cualquier lugar público donde pensamos que no nos están observando, incluso entre muchas personas. Se construye para cada una en la elaboración de un sistema cerrado, sin distinción entre objetos animados e inanimados para la construcción del cascarón. Y cuando ocurre que otro nos descubre nadando en ella, suele pasar que temblamos bruscamente, porque de pronto jamás nos han visto antes así, desnudados.
Y cuando mucho más tarde, después del incidente de la farmacia, yo me sentaba en aquel muro borracho, pensaba en esto y en todas las cosas hermosas que otro -y no yo- le estaba haciendo a esa niña, sin que nadie salvo ella y yo y el gigantón lo supiéramos. Quise formar parte de su amor secreto y pornográfico: yo jamás había tenido uno así. Quise espectar a todos los amantes salvajes y sustituirme en ellos y ser el más grande de ellos, desnudo como un salvavidas en forma cuando pierde la tanga tras un revolcón una semana santa, cualquiera como esta, y quise tener los músculos gigantes y la quijada dura y los labios más suaves de todos para besar apropiadamente a esa chica.
Entonces pasó un carro, un chico de mi edad sacó la cabeza y me gritó, a 20 centímetros del rostro, ¿¡PAVO, QUÉ MIRAS!? Sorprendido, no comprendía aún.
El cinismo se aprende tras sucesivas observaciones.
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