Mostrando entradas con la etiqueta predestinación. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta predestinación. Mostrar todas las entradas

domingo, 12 de abril de 2009

El Lovelub, la maravilla









Sentí la mayor envidia de toda mi vida la noche cuando vi a la chica más linda que había visto en toda mi vida. Ella podía haber tenido 18 y el pelo rubio y las tetas decentes, y yo sería entonces el Justin Timberlake del deseo: aquel amante que represente a casi todos; pero ella tendría más bien unos 15, el cuerpo agrio y esbelto, el pelo renegrido, los ojos habana y la mirada seca y dura y pálida, una sonrisa amplia. Yo, menos amable, tenía 20, unas zapatillas viejas y estaba colmado todavía de buenas voluntades. Ella en cambio parecía haber sido derrotada, tan temprano, por la vida, y ese era su mayor atractivo; un odio por todo, necio y prolífico como un huayco harto de cantos, un odio nocivo pero seductor que yo pude sobrentender en sus cejas superpobladas la poseía, me condujo instantáneamente a quererla.

La vi primero esperando frente a la farmacia. Yo había comprado algunas bolsas de Señor Maíz, que por entonces o para mí eran una maravilla nueva, había cruzado la pista e iba caminando por la vereda opuesta al supermercado. Era mi idea discurrir algo ebrio hasta el malecón; andar campante como nunca y cruzar sonrisas con los peatones, que asumía en aquel tiempo no eran más que simples criminales, sentir el gozo profundo de la plenitud que le debe conferir a los necios la gigantesca imagen de la cruz pulsando sobre el Morro Solar, cada noche. Me había propuesto -después lo cumplí- comprar una Pilsen en cada grifo que viera y beberla en el acto y caminar hasta encontrar cierto lugar que había elegido, frente al Marriott, como mi lugar favorito de toda la ciudad. Pero entonces la descubrí y viré, no seguí derecho por la vereda, esperé un momento dormido en un trance, la miré en los ojos redondos, detenidos los dos sobre mí, sus amplios ojos creciendo súbitamente, y no encontré otro argumento para justificar mi cambio de rumbo que meterme en la farmacia.

Dentro me perdí en la fila de los cepillos de dientes y el enjuague bucal y leí un rato imposible de cuantificar las instrucciones del Listerine. Las leí múltiples veces; leí las distribuidoras para cada país mientras pensaba en ella y en cómo ella, magnífica, usaba la raya al costado, me dejaba ver sus cejas tajantes, y cómo unos lentes negros y muy anchos cuadriculaban sus pómulos. Leía mientras, tan cerca, había un leve rubor que coloreaba estos pómulos, altos y cuadrados y delineados. Dejaba el pomo de Listerine y pasaba a la sección de los condones sabiendo que ella tenía los labios burdamente llenos, casi groseros, y que la nariz pequeña la tenía como un fruto pequeño. Giraba y volvía por los pasillos, me detenía otra vez en la sección de los condones porque desde allí podía verla, enigmáticamente sostenida sobre la vereda, a través de la ventana esperando algo, como bailando, cuando llevaba una camiseta oscura y el cardigan gigantesco y gris le quedaba casi de abrigo.

Salí al rato de la farmacia y me detuve a unos pasos de ella. Tenía yo una bolsa con Panadoles. Los había comprado para, supuestamente, justificar la visita a la farmacia, y cuando había estado en la caja había descubierto junto a mí un pata gigante, un manganzón de un metro noventa parado frente a la caja contigua. Al momento de observar lo que compraba, siempre curioso, me había reído al ver que compraba un tubo de Lovelub. Había imaginado que este pata tendría muchas amantes, mucho mayores que yo, y había sonreído ante el deseo de un futuro tal cual para mí. Así, llano y juvenil, con la bolsa de Panadoles en la mano, había estado viendo detenidamente a mi querida mientras pensaba que el mundo podía ser justo y que yo un día sería muy grande y mi vida como una película porno. Tranquilo, me sentía confiado. Me sabía mayor que ella y más sabio que ella. Seguí mirándola, fulminante, y en pocos segundos ella lo notó. Me hizo así con la mano; hola, me sonrió. Y hola le contesté, ¿cómo estás? Pero en ese instante salió el gigante de la tienda, no entendió la situación, no supo que nos habíamos saludado dado que no estábamos demasiado cerca y se acercó a ella sin notar mi presencia. Sacó el tubo de su bolsa y se lo mostró, sonriendo. Ella supo que yo lo había visto, me miró de lado y se sonrojó. Luego el gigante la tomó de la mano y partieron juntos, caminando lentos por Los Manzanos.








Te digo que existe aquel lugar, frente al Marriott, que ya no es mi favorito de toda la ciudad. Pero existe y lo fue. Y en el uno puedo sentarse sobre un muro alto de piedras, una jardinera, y uno puede sentado allí estar muy cerca de los autos que pasan, entrando a Larco desde Armendáriz, sin que ellos sepan que uno esta en ese lugar antes del último momento. Cuando llega aquel momento, de súbito aparece el auto, el micro, la combi, y apareces tú para el copiloto, el cobrador, los pasajeros, apareces tan cerca de ellos y repentinamente, sin que lo esperen. Entonces los has observado en la más oscura intimidad, tras el vidrio del vehículo, y ellos abren tremendamente sus ojos, atontados por el placer en tu mirada. Porque la intimidad no sólo existe en un lugar escondido donde nadie nos ve, sino también existe en cualquier lugar público donde pensamos que no nos están observando, incluso entre muchas personas. Se construye para cada una en la elaboración de un sistema cerrado, sin distinción entre objetos animados e inanimados para la construcción del cascarón. Y cuando ocurre que otro nos descubre nadando en ella, suele pasar que temblamos bruscamente, porque de pronto jamás nos han visto antes así, desnudados.

Y cuando mucho más tarde, después del incidente de la farmacia, yo me sentaba en aquel muro borracho, pensaba en esto y en todas las cosas hermosas que otro -y no yo- le estaba haciendo a esa niña, sin que nadie salvo ella y yo y el gigantón lo supiéramos. Quise formar parte de su amor secreto y pornográfico: yo jamás había tenido uno así. Quise espectar a todos los amantes salvajes y sustituirme en ellos y ser el más grande de ellos, desnudo como un salvavidas en forma cuando pierde la tanga tras un revolcón una semana santa, cualquiera como esta, y quise tener los músculos gigantes y la quijada dura y los labios más suaves de todos para besar apropiadamente a esa chica.

Entonces pasó un carro, un chico de mi edad sacó la cabeza y me gritó, a 20 centímetros del rostro, ¿¡PAVO, QUÉ MIRAS!? Sorprendido, no comprendía aún.

El cinismo se aprende tras sucesivas observaciones.





domingo, 29 de marzo de 2009

El aterrizaje










He dicho siempre que podría morir pronto. Al observar mi vida como una historia, sería bello y patético un final tajante, catastrófico y rápido que llegue de la manera más inapropiada, mientras los sueños de mi mamá todavía sean grandes y las esperanzas de mi familia sigan vigentes. Destruir así mis sueños y los suyos, incluso los tuyos, con la perfección árida y azul de la soledad.

Apoteósico, siempre sentiré la tentación de derrumbarme de este vuelo. Ya lo supe demasiado tiempo. Tendría sólo 5 años cuando jugaba con canicas y, tras las advertencias de W, comenzaba a sentir la seducción maldita, el aliento húmedo y tibio, el perfume del deseo. Metía entonces la más gorda de todas a mi boca, le daba un giro y luego la escupía, estremecido por la dulzura del terror, la posibilidad de acabar sofocado tras cualquier error en aquella danza.







Quizás algún día identifique al más inocente hombre que transita la ciudad, cualquiera por la calle, y caiga sobre él desde los cielos de mi historia como una bomba infinita. Entonces habría un imbécil menos en la tierra. Yo no sabría decir cuál de los dos.







jueves, 5 de marzo de 2009

Ser y no ser la barbie








Ella me dijo Claro, de eso se trata, ¿si no cuál es el chiste? Pero yo no tenía la más puta idea, y yo había jugado con cientos de muñecos y cientos de veces. Siempre me aburrí y así dejé rápidamente los juguetes por los libros y por eso cuando nunca había ido al colegio ya sabía quienes eran, tan lejanos, Siddharta y Pipino, el Breve. Yo había sido un niño que jugó por inercia durante años y jamás lo supo. Así como un adulto que es un adulto simplemente porque debe serlo, y trabaja y es serio y se ríe cuando es aceptable reírse y dice lo que es aceptable decir, yo era un niño que jugaba porque los niños juegan.

Tuve que aprender hoy que cuando uno juega, uno es parte de lo que juega. Ahora pienso que en eso habría estado todo el placer: en el acto de proyección. Me explicó La barbie no tiene personalidad, la barbie eres tú. La barbie recoge tu estilo y se convierte en ti, sólo que es más flaca, más bonita y rubia. Me quedé huevón. Es por eso que hay tantas barbies, por eso tantos accesorios... [risas] en cambio a ustedes les dan un sólo muñeco asesino y todos están contentos. Yo no me había sorprendido tanto en mucho tiempo. No pude evitar reírme, sonreírme, deslumbrarme. No había sabido que cuando cogí ese caballero del zodiaco que me regaló mi papá por navidad debía ser yo quien derrotara al caballero de Virgo de mi hermano, yo y no Seiya.





lunes, 23 de febrero de 2009

Somebody lurks (works) in the shadows



El artesano detrás de mí debe ser un enano. Flaco, bucólico, pervertido, cantante y sibarita... y enano. El artesano o diré el artista detrás de mí: un enano hedonista. Hedonista pero científico pero disperso, agudo pero caminante y despeinado, alegre pero suicida. Y mal escritor, y pobre cantante... ¡ay maldito enano sibarita!

El artesano detrás de mí urde batallas familiares. Mea en el piso del baño de mis papás. Vomita en los muebles de la sala. Insulta a mis amigas chancha puta y ellas lo miran chato marica. Luego me culpan a mí. Yo no me disculpo- temo la furia del enano, diabólico, artero.

Entonces el artesano detrás de mí no es títere de mis manos (¡oh sépanlo!), tampoco de mis genitales. Este chato breve es ajeno a mí, como los lapiceros verdes de Lucía (que son como los ojos eternos de Lucía), incluso tan ajeno como los salmones que muerde y morderá por siempre Lucía.







Pregunta: ¿cuántos son los nombres del maestro?




lunes, 16 de febrero de 2009

La colombiana

“Aló…”

“Buenos días, ¿con el señor XXXX XXXXXXXXX?”

“Hola, sí, ¿qué tal, cómo estás?”

“Buenos días señor, lo llamamos para ofrecerle un nuevo plan para su celular postpago…”

“Me gusta tu acento, ¿de dónde eres?”

“Señor, lo llamamos para ofrecerle un plan que le dará 100 minutos más a celulares movistar y 50 minutos más para llamadas a celulares de otros operadores…”

“Suenas colombiana, eso me gusta.”

“Señor, ¿estaría interesado en incrementar sus minutos disponibles por sólo 3 dólares mensuales?”

“Lo que más me gusta es tu voz. Me gusta cómo me tratas con cariño.”

“Señor, con esta oferta usted podrá hablar el doble de minutos que con su plan tarifario actual, por sólo 3 dólares adicionales al mes.”

“Tu voz es lo mejor que me ha pasado hoy día. Por favor dime que me quieres.”

“Señor, para aceptar la oferta sólo tendrá que responder afirmativamente y se hará el cargo automático en su boleta.”

“Te amo, colombiana preciosa.”

“Señor…

“Todo lo que quiero es besar tus ojos.”

“… (plac).”

martes, 10 de febrero de 2009

Sueños al óleo de cacto (la especialidad del chef)

La refrigeradora me dijo Chato, tú no eres cantante. Después vino lo de los insectos. O al mismo tiempo. Es lo mismo. Yo era un escritor fracasado de 30 años, jamás publicado, un pujante imbécil a punto de escribir una novela policial sobre un asesino -que era yo mismo- y su hermosa colección de jazmines, una policier en quatre livres que empezara en este cuarto -este cubo- y que se extendiera 10 años en una búsqueda lógica y apasionante y llena de desesperanza hasta otro cubo en un país muy lejano. Conversaciones, insectos gigantes o psicodélicos, sexo con una anciana, persecuciones internacionales, un policía italiano y una mujer alemana: episodios que se hilarían como mis sueños en une roman noir, une polar en quatre livres.

La refrigeradora me dijo Chato, tú no eres tan chato y en ese preciso instante yo me miré de arriba hasta abajo, como quien tiende una huincha imaginaria con los párpados y se raspa inevitablemente la córnea. Y después fue lo de Fernanda.... Sí, después. Que recuperara la cordura, la visión, que llegara al centro del meollo del hoyo de este cuerpo de fruta me dije: el doctor, los labios y el azzure. L'azzure y San remo me dijo, allí fue que nos reconocimos. ¿This summer at the Archduke's? Quizás no. Ya no estoy segura ni si quiera de eso.

Fernanda me dijo Chato, no lo hagas. Y entonces vino lo de los insectos. Yo me había recuperado pero entonces llegaron los insectos y tuve que hacerlo. Yo era ya un escritor grandioso. Aún no había publicado pero no era tampoco un escritor fracasado. Al menos no antes de los insectos y de la mujer alemana. Sí, la mujer alemana, y también la anciana. Luego el niño, el dulce niño que murió tan terriblemente, tan terriblemente por su culpa y la de nadie más. Después el policía italiano y la strada enorme y escaparnos en el vuelo de Lan disfrazados como dos turistas chilenos. Todo se jodería más tarde.

La refrigeradora me dijo aquella vez Juan, en Italia te habríamos apodado Gianni, habrías tenido muchos hijos y de pronto un avión. Yo meditaba junto al lavatorio mientras planificaba nuestra fuga: la verdad era que mi plato preferido había cambiado con los años. Si bien mi plato preferido de niño fueron los panzotti en salsa de nueces, después habían sido muchos otros; diferentes y múltiples cosas, una cada 30 o 35 segundos como una garúa cosmopolita en una ventisca renegrida, y quizás eso prefiguraba lo de los insectos y nunca lo supe (así como la multiplicación de los panes debió advertir a los profetas antiguos de todas las plagas del medioevo, pero jamás lo hizo).

La refrigeradora, viendo como me deslizaba hasta caer de cuclillas en el suelo helado y formar un feto, me dijo Chato, hablemos de amores.