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jueves, 19 de marzo de 2009

Sustituir la sensación








Conservo muchos mundos en mí.

Mi primer universo se compone de margaritas e incakolas de botella de vidrio. Contiene un parque y todas las hojas amarillas regadas en la pista. Un viaje al sur, una mañana corriendo cuesta abajo por el desierto characato. Incluye muchísimas borracheras, mi pelo, largo y bonito, en aquel tiempo como el de una mujer, y un franco deseo de persistir. Comprende (sobre todo) una sección amplia de Miraflores cerca de los malecones y otra de Barranco, más nocturna, sucia y hoy poco recordada. En esos días The Selfish Gene me hizo más triste que nunca y gracias a una mononucleosis descubrí el placer de no hablar en una semana. Pero murió, de algún modo empezó a morir una tarde en las galerías de la avenida Brasil.

Mi segundo universo fue manchado por el primero. Obsesionado con su limpieza, lo embadurné de sublimes blancos para que pareciera una Tierra Baldía, si no un páramo nevado y estéril y perfecto. Me enorgullecí del resultado. Luego lo lavé con cerveza y afloró el asfalto, contrapuesto a la sierra como una navaja, enemigo del quechua y el llanto. En los momentos cuando no estuve ebrio –los menos- vagué y vagué y vagué y descubrí muchas personas inglesas que sufrieron el frío, la soledad y el contento esporádico entre el 78 y el 84. Principalmente en Manchester, también en Berlin. Por esa época también leí el Bestiario, Las elegías de Duino y toda la saga de Fundación. Aprendí a sentarme en una banca con tranquilidad, mirar los pájaros y las gentes, y supe cómo dormir sólo 4 horas cada noche.

Poco original, mi tercer universo también se construyó alrededor de sublimes, sólo que sublimes galleta. Y lo quise construir mucho y se demoró en erigirse porque era muchísimo más complejo. (En general, cada universo fue más fabuloso que el anterior.) Ya comía millones de sublimes galleta sin que se hubiera puesta la primera piedra -lo entiendo ahora como un pavor barroco- y para pasarlos me compré proporcionales millones de botellas de dasani citrus. Sin embargo bebí muchísimo menos cerveza, bajé de peso y me volví un sujeto lánguido y locuaz, que no escatimaba en sumergir su cuchara donde pudiera, que empezó a amar la atención de los otros al punto de aceptar el deseo de ser el dueño, el supremo rey de una enorme piscina privada. Quizás fue el más bello de todos.

Ahora mi tercer universo parece haber muerto. A lo menos, languidece imperceptible. Pero el nuevo mundo inminente, no sé dónde queda. ¿Este nuevo mundo existe si quiera? Pero este nuevo mundo ni sé si es mío. ¿Es que quiero un nuevo mundo? Pienso en cambio que pasan los años. Pienso que cuajo poco a poco en el rol del monógamo serial.
















lunes, 23 de febrero de 2009

Somebody lurks (works) in the shadows



El artesano detrás de mí debe ser un enano. Flaco, bucólico, pervertido, cantante y sibarita... y enano. El artesano o diré el artista detrás de mí: un enano hedonista. Hedonista pero científico pero disperso, agudo pero caminante y despeinado, alegre pero suicida. Y mal escritor, y pobre cantante... ¡ay maldito enano sibarita!

El artesano detrás de mí urde batallas familiares. Mea en el piso del baño de mis papás. Vomita en los muebles de la sala. Insulta a mis amigas chancha puta y ellas lo miran chato marica. Luego me culpan a mí. Yo no me disculpo- temo la furia del enano, diabólico, artero.

Entonces el artesano detrás de mí no es títere de mis manos (¡oh sépanlo!), tampoco de mis genitales. Este chato breve es ajeno a mí, como los lapiceros verdes de Lucía (que son como los ojos eternos de Lucía), incluso tan ajeno como los salmones que muerde y morderá por siempre Lucía.







Pregunta: ¿cuántos son los nombres del maestro?