Sobre la berma, anochecido el día, puedo escupirle en la cara a un niño muy pequeño y sucio que me pide una limosna. Puedo regocijarme del escupitajo que cuelga ahora de su ojo y también de su cara humillada, muerta de frío, torneada por el tiempo y el futuro; puedo reírme incluso si es que empieza a llorar desconsoladamente, entre la gente muy correcta que se detiene, no lo toca y lo observa confundida.
Puedo burlarme largamente, reírme gritando a carcajadas mientras otros me observan, de un ciego, que apostado en los escalones que descienden al Averno, frente al cine Alcázar, lleva un cartel en el que leo más que sorprendido Soy Evidente.
Sin amor, puedo descender inesperadamente con toda la furia de un oficinista sobre cualquier peste urbana. Puedo apuntalar la ira que sufro diariamente, necia, próxima al trueno y la paranoia, con toda la angustia de las horas y los días y los automóviles, y después concretarla en un solo zapatazo que reverbera en varios saltos asesinos que descienden todos sobre un lugar: aquella miserable hormiga, araña u oruga hasta desaparecerla, hecha un puré de patas y partes, mimetizada en la inmortal escoria de la gran ciudad.
Puedo escapar, pretender que no amo este país. Puedo olvidar a todas las mujeres. Puedo escribir que hago todo esto y jamás hacerlo. En esa duda está el misterio, el motivo de estas notas.
Sentí la mayor envidia de toda mi vida la noche cuando vi a la chica más linda que había visto en toda mi vida. Ella podía haber tenido 18 y el pelo rubio y las tetas decentes, y yo sería entonces el Justin Timberlake del deseo: aquel amante que represente a casi todos; pero ella tendría más bien unos 15, el cuerpo agrio y esbelto, el pelo renegrido, los ojos habana y la mirada seca y dura y pálida, una sonrisa amplia. Yo, menos amable, tenía 20, unas zapatillas viejas y estaba colmado todavía de buenas voluntades. Ella en cambio parecía haber sido derrotada, tan temprano, por la vida, y ese era su mayor atractivo; un odio por todo, necio y prolífico como un huayco harto de cantos, un odio nocivo pero seductor que yo pude sobrentender en sus cejas superpobladas la poseía, me condujo instantáneamente a quererla.
La vi primero esperando frente a la farmacia. Yo había comprado algunas bolsas de Señor Maíz, que por entonces o para mí eran una maravilla nueva, había cruzado la pista e iba caminando por la vereda opuesta al supermercado. Era mi idea discurrir algo ebrio hasta el malecón; andar campante como nunca y cruzar sonrisas con los peatones, que asumía en aquel tiempo no eran más que simples criminales, sentir el gozo profundo de la plenitud que le debe conferir a los necios la gigantesca imagen de la cruz pulsando sobre el Morro Solar, cada noche. Me había propuesto -después lo cumplí- comprar una Pilsen en cada grifo que viera y beberla en el acto y caminar hasta encontrar cierto lugar que había elegido, frente al Marriott, como mi lugar favorito de toda la ciudad. Pero entonces la descubrí y viré, no seguí derecho por la vereda, esperé un momento dormido en un trance, la miré en los ojos redondos, detenidos los dos sobre mí, sus amplios ojos creciendo súbitamente, y no encontré otro argumento para justificar mi cambio de rumbo que meterme en la farmacia.
Dentro me perdí en la fila de los cepillos de dientes y el enjuague bucal y leí un rato imposible de cuantificar las instrucciones del Listerine. Las leí múltiples veces; leí las distribuidoras para cada país mientras pensaba en ella y en cómo ella, magnífica, usaba la raya al costado, me dejaba ver sus cejas tajantes, y cómo unos lentes negros y muy anchos cuadriculaban sus pómulos. Leía mientras, tan cerca, había un leve rubor que coloreaba estos pómulos, altos y cuadrados y delineados. Dejaba el pomo de Listerine y pasaba a la sección de los condones sabiendo que ella tenía los labios burdamente llenos, casi groseros, y que la nariz pequeña la tenía como un fruto pequeño. Giraba y volvía por los pasillos, me detenía otra vez en la sección de los condones porque desde allí podía verla, enigmáticamente sostenida sobre la vereda, a través de la ventana esperando algo, como bailando, cuando llevaba una camiseta oscura y el cardigan gigantesco y gris le quedaba casi de abrigo.
Salí al rato de la farmacia y me detuve a unos pasos de ella. Tenía yo una bolsa con Panadoles. Los había comprado para, supuestamente, justificar la visita a la farmacia, y cuando había estado en la caja había descubierto junto a mí un pata gigante, un manganzón de un metro noventa parado frente a la caja contigua. Al momento de observar lo que compraba, siempre curioso, me había reído al ver que compraba un tubo de Lovelub. Había imaginado que este pata tendría muchas amantes, mucho mayores que yo, y había sonreído ante el deseo de un futuro tal cual para mí. Así, llano y juvenil, con la bolsa de Panadoles en la mano, había estado viendo detenidamente a mi querida mientras pensaba que el mundo podía ser justo y que yo un día sería muy grande y mi vida como una película porno. Tranquilo, me sentía confiado. Me sabía mayor que ella y más sabio que ella. Seguí mirándola, fulminante, y en pocos segundos ella lo notó. Me hizo así con la mano; hola, me sonrió. Y hola le contesté, ¿cómo estás? Pero en ese instante salió el gigante de la tienda, no entendió la situación, no supo que nos habíamos saludado dado que no estábamos demasiado cerca y se acercó a ella sin notar mi presencia. Sacó el tubo de su bolsa y se lo mostró, sonriendo. Ella supo que yo lo había visto, me miró de lado y se sonrojó. Luego el gigante la tomó de la mano y partieron juntos, caminando lentos por Los Manzanos.
Te digo que existe aquel lugar, frente al Marriott, que ya no es mi favorito de toda la ciudad. Pero existe y lo fue. Y en el uno puedo sentarse sobre un muro alto de piedras, una jardinera, y uno puede sentado allí estar muy cerca de los autos que pasan, entrando a Larco desde Armendáriz, sin que ellos sepan que uno esta en ese lugar antes del último momento. Cuando llega aquel momento, de súbito aparece el auto, el micro, la combi, y apareces tú para el copiloto, el cobrador, los pasajeros, apareces tan cerca de ellos y repentinamente, sin que lo esperen. Entonces los has observado en la más oscura intimidad, tras el vidrio del vehículo, y ellos abren tremendamente sus ojos, atontados por el placer en tu mirada. Porque la intimidad no sólo existe en un lugar escondido donde nadie nos ve, sino también existe en cualquier lugar público donde pensamos que no nos están observando, incluso entre muchas personas. Se construye para cada una en la elaboración de un sistema cerrado, sin distinción entre objetos animados e inanimados para la construcción del cascarón. Y cuando ocurre que otro nos descubre nadando en ella, suele pasar que temblamos bruscamente, porque de pronto jamás nos han visto antes así, desnudados.
Y cuando mucho más tarde, después del incidente de la farmacia, yo me sentaba en aquel muro borracho, pensaba en esto y en todas las cosas hermosas que otro -y no yo- le estaba haciendo a esa niña, sin que nadie salvo ella y yo y el gigantón lo supiéramos. Quise formar parte de su amor secreto y pornográfico: yo jamás había tenido uno así. Quise espectar a todos los amantes salvajes y sustituirme en ellos y ser el más grande de ellos, desnudo como un salvavidas en forma cuando pierde la tanga tras un revolcón una semana santa, cualquiera como esta, y quise tener los músculos gigantes y la quijada dura y los labios más suaves de todos para besar apropiadamente a esa chica.
Entonces pasó un carro, un chico de mi edad sacó la cabeza y me gritó, a 20 centímetros del rostro, ¿¡PAVO, QUÉ MIRAS!? Sorprendido, no comprendía aún.
El cinismo se aprende tras sucesivas observaciones.
1. En general me gustan los finales tristes. 2. Fuera está lloviendo. 3. Está lloviendo en otoño. 4. Esta lloviendo y la realidad está como en sepia. 5. Miro la tele: Mia Farrow sabe poner la más bella cara de cojuda. 6. Yo la amo por eso. 7. Mia Farrow es fabulosa. 8. No es preciso sudar para amar. 9. Mia Farrow. 10. No es preciso entender tampoco. 11. No es preciso tener experiencia para hacer el amor. 12. En cambio sí es preciso saber engañar. 13. Engañar no es el pecado que nos enseñaron. 14. Nos enseñaron muchas cosas. 15. Una mujer se conquista a través del engaño. 16. Luego, besar y felar no son favores tan diferentes. 17. Besar puede ser el acto más tierno. 18. Felar puede serlo aún más. 19. Besar también puede ser asqueroso. 20. Algunas mujeres besan asqueroso. 21. Otras felan con aparente desidia. 22. De pronto tú y yo besamos muy mal. 23. Nunca nos lo dirán. 24. Todos perderemos amores a manos de labios mejores. 25. Vuelvo a la tele: Mia Farrow ha roto un plato. 26. Mia Farrow. 27. Mia Farrow. 28. Esta película se la recomendé a una chica. 29. Me parecía bonita y me sigue pareciendo bonita. 30. Estoy bastante seguro de que no lo es. 31. Esta película se la recomendé a una chica. 32. Lloró viéndola. 33. No son la misma chica. 34. Se la recomendé a muchas chicas. 35. Me la recomendó a mí una chica. 36. Debo salir en busca de símbolos propios.
Te habría metido la lengua en la garganta, un pulpo, mi presencia que es una corriente absurda con aroma de océano y la espuma blanca que la acompaña, emulsión de todas mis escorias, habrían colmado la tuya. Pero más inteligente que un pulpo, pues sabe mantenerse quieta cuando otro pulpo la explora, tendiendo la trampa, y por un momento los dos pulpos hacen uno solo hasta que este pulpo liquida al otro, le hace un pin, lo tiende en la lona, luego pasa por encima de él y desciende por la garganta tuya, el sólido tobogán hasta tu entraña. En tu entraña encuentra una fauna demasiado triste: animales juegan con tus alegrías enormes y muchos niños hermosos cuidándolos son como ejecutivos de cuenta, y un vasto río de vino mendocino carísimo corre entre las piedras milenarias tintándolas de un álgido granate. Sobre él pasa un suntuoso puente construido con las mejores lozas españolas que soñamos. Mi pulpo le toma fotografías, mide la luz y cambia de lente, administra los parámetros. (Luego serán expuestas en algún salón por la memoria de esta guerra.) Y sin embargo este es sólo un ataque preliminar. La invasión verdadera ocurre cuando este pulpo se retira y se esconde tras los labios del general, mi comandante, corre horizontalmente al Sur en aparente retirada, descansando azarosamente en los recodos de tu cuerpo (entre tus pezones, sobre tu ombligo, como posándose) y aterriza oportunamente sobre Venus. Estimemos que para entonces Venus alcanzó la temperatura ideal del rojo vivo y que aquellas espumas marinas recorrieron tus jóvenes frondas luminosas. Estimemos también como grandioso el amor de este pulpo.
Normalmente escribo enmarañado, como una madreselva y hasta buscando construir una mímica de su aroma. En cambio este pretende ser un relato llano y confesional, porque he pasado un fin de semana llano y solitario y he pensado mucho y leído más. Que no es lo común: normalmente paso horas con un libro en las manos y pienso con el libro en las manos muchísimo más de lo que leo de él. Habitualmente pienso por horas en sexo explícito, también en mujeres específicas a las que me gustaría besar con toda la ternura de la que soy capaz, de pronto decirles te quiero –que no sería una mentira- y luego ir a la cama con ellas. O al sofá. Últimamente también al sauna, si disponemos de él. Ocasionalmente a la ducha, pero no si son chatas. Con las chatas son preferibles los ámbitos que no exaltan la diferencia de estatura: por ejemplo la cama, el sofá, el sauna, etc. Con las chatas también es preferible el sexo oral.
En fin, me sentía abrumado y me siento, me sentí vacío y por eso hace unas horas rechacé hostilmente la invitación de mi madre para ir a visitar a la clínica a mi nonna, que se encuentra bastante tibia. La nonna es la hija de dos inmigrantes italianos, que con los años, la enfermedad y la desidia ha pasado de ser una mujer firme –casi un motor- a ser una nebulosa incomunicada. Me he sentido inmediatamente una mierda con mi madre por no querer visitar a quien sucesivamente es su madre y ella quiere y está bastante tibia y he querido pedirle perdón pero ya se ha ido y ahora debo cargar con eso, aunque la verdad no es tanta carga y pronto lo olvidaré. Rechacé su invitación porque me siento abrumado y vacío, como decía, y entonces realmente no quiero hablar con nadie, ni ser bueno ni cariñoso ni atento con nadie, lo que ayuda a olvidar responsabilidades. Quizás iré mañana.
Decía también que leí mucho y lo que hice específicamente fue terminar de leer For whom the bell tolls, que ya había empezado dos veces antes, durante el 2008, y que no sugiero sea un libro complicado y por eso me haya demorado en acabarlo, y en cambio sí uno muy compasivo y hondo. Es sólo que entre el trabajo, la universidad y el amor no pude concentrarme nunca durante el 2008, ni siquiera un puto minuto. No escribí ni leí, ni aprendí nada nuevo. Entonces he pasado todo el fin de semana, salvo aquellos momentos en que me escape hasta la orilla del mar, nocturno yo, a mear la orina transparente que me procuraba el vino rojo, leyendo, pensando. Y me detuve muchos minutos sobre las frases de Robert Jordan, aún lo hice cuando meaba en la orilla oscura, sobre la espuma amarillenta, y pensaba en paralelo qué apacible y fría y detenida estaría una fotografía de esta portentosa, negra, fétida isla que se yergue en medio de la noche, 700 metros mar adentro. Me impresionab la dicotomía constante de los sentimientos de Robert Jordan, el contraste entre su racionalidad gélida y su vulnerabilidad ante la bronceada, bella María.
La segunda noche, el sábado, solo por segunda vez luego de la media noche y por decisión propia, dispuse jugar. Había pensado antes en Robert Jordan y en cómo Robert Jordan había dicho que no importaba que sólo hubiera durado 3 días, que al menos él lo había tenido y la mayoría no. Pensé que yo no lo había tenido pero lo había sentido, 5 años atrás, y supe que al menos eso era mi ganancia. Así dispuse jugar, porque comprendí súbitamente que si bien en ocasiones yo me sentía vacío de algo o alguien específico, eso era pura ilusión: mi vacío era mas bien vago, amplio y por eso mismo contundente y total. Y el juego, que buscaba mi purificación, mi simplificación, mi reestructuración, lo exaltaría y eso, aunque se sintiera apabullante y triste, no lo sería para siempre. Y para jugar fui directamente a la despensa y el único juguete que encontré fue una tijera metálica.
Ahora me siento sumamente lejos, pero sé que no lo aparento. Soy como nunca un depilado hombre, lánguido, nuevo niño.
No contaré las mujeres de mi vida por cuántas quise, tampoco por cuáles me dijeron te quiero. Mi indicador será mucho más tierno y agudo: serán las mujeres de mi vida todas aquellas que tuvieron mi pene en sus labios.