Rondo, rondamos como extrañas mareas. Repletas de congoja o sal, sueños, reunidas en un alma común, azules muchedumbres atestan las avenidas. Las cruzamos cuando se arrecian: entonces son permeables y diáfanas y se conforman de átomos súper excitados. Claras multitudes en un semáforo, experiencias de la mala ciudad: miles de cabezas verdes e hirsutas que me parecen canicas translúcidas nadando caóticas en un océano refrescante y carísimo de agua Perrier.
Y no encontramos nada, alguien en ellas que nos detenga. Caminamos entre mujeres oscuras, hermosas melodías pop y objetos de menos valor. Curioseamos: participamos de esta vida ajena y notamos el humor dulce del cuerpo abochornado que nos acompaña en el ascensor, la línea delicada de su vestido cálido y cómo delinea aquella cintura fina mientras esas piernas llevan a la chica, deliciosamente, fuera del aparato metálico y de nuestro alcance. Luego lo olvidamos todo y aquello, aquel olvido que es lívido y está prendido a la seda rosada que lo envolvió, es todo lo que es esto: mirar pero nunca recoger.
En Memorias de Adriano, traducida al castellano por Cortázar, Marguerite Yourcenar interpreta las opiniones de Adriano sobre un joven romano que ha penetrado en su vida. Nos dice de Lucio Ceyonio: Lo miraba vivir. Mi opinión sobre él se modificaba de continuo, cosa que sólo sucede con aquellos seres que nos tocan de cerca; a los demás nos contentamos con juzgarlos en general y de una vez por todas.
Rondo y observo, busco poseer la total templanza de los ascetas. Ni soy como Adriano ni soy un asceta; rápidamente me corrompo, salto, caigo sobre el mundo: opino, incido, beso. Finalmente no logro nada, defino y olvido. Iba el otro día, andaba por una tienda de ropa y vi una negra, perfecta casaca. Era corta y delgada, como yo la quería, y una hebilla gruesa y hostil cerraba el cuello duramente, seca y vibrante como la herramienta de un herrero. Justa, convulsionaría mi figura. Entonces supe que era para mí.
¿Pero debía ir a buscarla? ¿No sería, quizás, la misma figura?
Sentí la mayor envidia de toda mi vida la noche cuando vi a la chica más linda que había visto en toda mi vida. Ella podía haber tenido 18 y el pelo rubio y las tetas decentes, y yo sería entonces el Justin Timberlake del deseo: aquel amante que represente a casi todos; pero ella tendría más bien unos 15, el cuerpo agrio y esbelto, el pelo renegrido, los ojos habana y la mirada seca y dura y pálida, una sonrisa amplia. Yo, menos amable, tenía 20, unas zapatillas viejas y estaba colmado todavía de buenas voluntades. Ella en cambio parecía haber sido derrotada, tan temprano, por la vida, y ese era su mayor atractivo; un odio por todo, necio y prolífico como un huayco harto de cantos, un odio nocivo pero seductor que yo pude sobrentender en sus cejas superpobladas la poseía, me condujo instantáneamente a quererla.
La vi primero esperando frente a la farmacia. Yo había comprado algunas bolsas de Señor Maíz, que por entonces o para mí eran una maravilla nueva, había cruzado la pista e iba caminando por la vereda opuesta al supermercado. Era mi idea discurrir algo ebrio hasta el malecón; andar campante como nunca y cruzar sonrisas con los peatones, que asumía en aquel tiempo no eran más que simples criminales, sentir el gozo profundo de la plenitud que le debe conferir a los necios la gigantesca imagen de la cruz pulsando sobre el Morro Solar, cada noche. Me había propuesto -después lo cumplí- comprar una Pilsen en cada grifo que viera y beberla en el acto y caminar hasta encontrar cierto lugar que había elegido, frente al Marriott, como mi lugar favorito de toda la ciudad. Pero entonces la descubrí y viré, no seguí derecho por la vereda, esperé un momento dormido en un trance, la miré en los ojos redondos, detenidos los dos sobre mí, sus amplios ojos creciendo súbitamente, y no encontré otro argumento para justificar mi cambio de rumbo que meterme en la farmacia.
Dentro me perdí en la fila de los cepillos de dientes y el enjuague bucal y leí un rato imposible de cuantificar las instrucciones del Listerine. Las leí múltiples veces; leí las distribuidoras para cada país mientras pensaba en ella y en cómo ella, magnífica, usaba la raya al costado, me dejaba ver sus cejas tajantes, y cómo unos lentes negros y muy anchos cuadriculaban sus pómulos. Leía mientras, tan cerca, había un leve rubor que coloreaba estos pómulos, altos y cuadrados y delineados. Dejaba el pomo de Listerine y pasaba a la sección de los condones sabiendo que ella tenía los labios burdamente llenos, casi groseros, y que la nariz pequeña la tenía como un fruto pequeño. Giraba y volvía por los pasillos, me detenía otra vez en la sección de los condones porque desde allí podía verla, enigmáticamente sostenida sobre la vereda, a través de la ventana esperando algo, como bailando, cuando llevaba una camiseta oscura y el cardigan gigantesco y gris le quedaba casi de abrigo.
Salí al rato de la farmacia y me detuve a unos pasos de ella. Tenía yo una bolsa con Panadoles. Los había comprado para, supuestamente, justificar la visita a la farmacia, y cuando había estado en la caja había descubierto junto a mí un pata gigante, un manganzón de un metro noventa parado frente a la caja contigua. Al momento de observar lo que compraba, siempre curioso, me había reído al ver que compraba un tubo de Lovelub. Había imaginado que este pata tendría muchas amantes, mucho mayores que yo, y había sonreído ante el deseo de un futuro tal cual para mí. Así, llano y juvenil, con la bolsa de Panadoles en la mano, había estado viendo detenidamente a mi querida mientras pensaba que el mundo podía ser justo y que yo un día sería muy grande y mi vida como una película porno. Tranquilo, me sentía confiado. Me sabía mayor que ella y más sabio que ella. Seguí mirándola, fulminante, y en pocos segundos ella lo notó. Me hizo así con la mano; hola, me sonrió. Y hola le contesté, ¿cómo estás? Pero en ese instante salió el gigante de la tienda, no entendió la situación, no supo que nos habíamos saludado dado que no estábamos demasiado cerca y se acercó a ella sin notar mi presencia. Sacó el tubo de su bolsa y se lo mostró, sonriendo. Ella supo que yo lo había visto, me miró de lado y se sonrojó. Luego el gigante la tomó de la mano y partieron juntos, caminando lentos por Los Manzanos.
Te digo que existe aquel lugar, frente al Marriott, que ya no es mi favorito de toda la ciudad. Pero existe y lo fue. Y en el uno puedo sentarse sobre un muro alto de piedras, una jardinera, y uno puede sentado allí estar muy cerca de los autos que pasan, entrando a Larco desde Armendáriz, sin que ellos sepan que uno esta en ese lugar antes del último momento. Cuando llega aquel momento, de súbito aparece el auto, el micro, la combi, y apareces tú para el copiloto, el cobrador, los pasajeros, apareces tan cerca de ellos y repentinamente, sin que lo esperen. Entonces los has observado en la más oscura intimidad, tras el vidrio del vehículo, y ellos abren tremendamente sus ojos, atontados por el placer en tu mirada. Porque la intimidad no sólo existe en un lugar escondido donde nadie nos ve, sino también existe en cualquier lugar público donde pensamos que no nos están observando, incluso entre muchas personas. Se construye para cada una en la elaboración de un sistema cerrado, sin distinción entre objetos animados e inanimados para la construcción del cascarón. Y cuando ocurre que otro nos descubre nadando en ella, suele pasar que temblamos bruscamente, porque de pronto jamás nos han visto antes así, desnudados.
Y cuando mucho más tarde, después del incidente de la farmacia, yo me sentaba en aquel muro borracho, pensaba en esto y en todas las cosas hermosas que otro -y no yo- le estaba haciendo a esa niña, sin que nadie salvo ella y yo y el gigantón lo supiéramos. Quise formar parte de su amor secreto y pornográfico: yo jamás había tenido uno así. Quise espectar a todos los amantes salvajes y sustituirme en ellos y ser el más grande de ellos, desnudo como un salvavidas en forma cuando pierde la tanga tras un revolcón una semana santa, cualquiera como esta, y quise tener los músculos gigantes y la quijada dura y los labios más suaves de todos para besar apropiadamente a esa chica.
Entonces pasó un carro, un chico de mi edad sacó la cabeza y me gritó, a 20 centímetros del rostro, ¿¡PAVO, QUÉ MIRAS!? Sorprendido, no comprendía aún.
El cinismo se aprende tras sucesivas observaciones.
Son las 6 y 45 am y me siento en la silla frente a la computadora y le escribo a Rossana no es un mito, la mañana es el mejor momento para hacer caca. Después me disperso un poco, me siento extraviado en los sonidos de Art Decade, mi melodioso y mínimo amor. Pero ella me responde, azuzando mi mente claro que no, yo prefiero la noche: así puedo botar toda la mierda de día que pude tener. Me sorprendo, Rossana ha dado una respuesta bastante inteligente, pero rápidamente replico ¡Ah! Un defeque metafórico y lírico, en ese caso yo te gano… Mis sueños se componen de deseos tiernos e imposibles. Si fuera mejor hombre, tendría sueños pornográficos y conquistadores; en cambio sueño que abrazo, que trato de asir todo aquello que no puedo tener. Yo prefiero hacer caca en la mañana: así puedo botar toda la mierda que pude soñar.
Sí me gusta utilizar símbolos. Sí me entusiasman escasas ceremonias.
También me gusta oler un pecho suave de mujer. Me gustan las tetas pequeñas, apenas elevándose, y los pezones que parecen globos de carnavales sin inflar. Me gusta aquella zona en la base del cuello, la clavícula, me gusta el lento camino de la boca a través de ellas hasta las axilas humorosas. Me gusta besar esos pezones y acariciarlos levemente con los dedos, oscilan más fácilmente, y me gusta la mueca y los sonidos que pueda hacer una mujer cuando lo haces. Me gusta cómo te sonríe y entonces, cuando lo hace, me gusta besarla en la boca cerrada, presionando mis labios en los suyos.
Me gustaría postular a las tetas como cierta coraza, exoesqueleto del torso (con todas las implicancias, que en este caso no elaboraré) y al torso como la habitación de cierta esencia pulsante donde se localiza primero el dolor y todo lo otro que nos impulsa. Mi ritual sería entonces la forma estúpida y sumisa de aproximarme a ella. Además me gustaría elegir un órgano -un cuerpo gutural- que acogería esta esencia: la sensación de la noche y el deseo; todo lo irracional y avasallante que nos conduce a la locura práctica; la luna dentro, el viento inmóvil. Es muy difícil. En este caso es muy difícil.
1. En general me gustan los finales tristes. 2. Fuera está lloviendo. 3. Está lloviendo en otoño. 4. Esta lloviendo y la realidad está como en sepia. 5. Miro la tele: Mia Farrow sabe poner la más bella cara de cojuda. 6. Yo la amo por eso. 7. Mia Farrow es fabulosa. 8. No es preciso sudar para amar. 9. Mia Farrow. 10. No es preciso entender tampoco. 11. No es preciso tener experiencia para hacer el amor. 12. En cambio sí es preciso saber engañar. 13. Engañar no es el pecado que nos enseñaron. 14. Nos enseñaron muchas cosas. 15. Una mujer se conquista a través del engaño. 16. Luego, besar y felar no son favores tan diferentes. 17. Besar puede ser el acto más tierno. 18. Felar puede serlo aún más. 19. Besar también puede ser asqueroso. 20. Algunas mujeres besan asqueroso. 21. Otras felan con aparente desidia. 22. De pronto tú y yo besamos muy mal. 23. Nunca nos lo dirán. 24. Todos perderemos amores a manos de labios mejores. 25. Vuelvo a la tele: Mia Farrow ha roto un plato. 26. Mia Farrow. 27. Mia Farrow. 28. Esta película se la recomendé a una chica. 29. Me parecía bonita y me sigue pareciendo bonita. 30. Estoy bastante seguro de que no lo es. 31. Esta película se la recomendé a una chica. 32. Lloró viéndola. 33. No son la misma chica. 34. Se la recomendé a muchas chicas. 35. Me la recomendó a mí una chica. 36. Debo salir en busca de símbolos propios.
Salgo de casa y es un poco tarde, como todas las mañanas. Por eso estoy sudando y camino rápidamente y por eso estoy solamente medio vestido. Tengo la corbata en una mano y la camisa un poco fuera y muchas cosas en la otra mano. Pienso que una mano, cuando apéndice obediente de cierto cuerpo, es algo por lo que se debe agradecer. Pero hoy de mis manos de mierda se escapan continuamente las cosas: corbatas, celulares, botellas y mujeres. Me inclino a recoger la corbata de la vereda ensuciada y siento que por un instante sudo un poco más. Se sale totalmente la camisa por detrás del pantalón. Estoy tarde, recuerdo.
Entonces el carro no está parado en la esquina y confieso que yo lo esperaba. Di la vuelta a la cuadra, caminé dos en dirección a Paul de Beaudiez y llegué a la esquina y el carro no está donde lo esperaba. Empezaron conversando de lejos, hace dos meses cuando los vi, y todo escaló después. Hasta la mañana de ayer. Yo caminaba un poco tarde como todas las mañanas, llevaba la corbata en la mano y la camisa fuera y sudaba, pero decidí acercarme un poco más. Solamente los había visto de lejos y ahora quería verlos de muy cerca.
La primera vez que los vi se sentaban uno en cada asiento. Así como dos amigos se sientan conversando, de repente él sintonizaba algo en la radio, de repente ella se reía. Pero existía cierta tensión y había cierto misterio en el lugar elegido para estacionarse, más aún en la frecuencia con que lo hacían, y como preví con los días la distancia se fue acortando hasta que los pude ver besarse y una semana después vi cómo ella se agachaba, rítmicamente, cuado yo pasaba por la vereda.
Les quería ver las caras. Por eso hoy me acerqué mucho más. Un poco agachado, pegado contra la luna lo vi mirarme, asustado, y vi como ella le besaba el cuello aún ignorando mi presencia. Iba de bajada. Con sus labios le daba pequeños besos en la manzana de Adán que estimo el había dejado de disfrutar porque ahora me miraba a mí, primero con sorpresa, luego con una torcida cara de confusión. Entendí que era oportuno darme la vuelta, lo hice y no volví la mirada hasta que estuve muy lejos y cuando lo hice el auto ya no estaba.
Ahora estoy parado en el mismo lugar donde estaba el auto. Es un espacio vacío en la calzada.