Reconocí en mi abuela una tensión extraña. Hablaba y sus palabras, sus ideas parecían alargarse como el chicle cuando lo estiramos, estar siendo jaladas de sus labios a través de su cara, bajo la piel, detrás de su nariz, por dentro de su cráneo hacia arriba y hacia un lado, diagonalmente, y sus ojos celestes parecían estar siendo jalados con ellas porque se perdían ambos hacia arriba y hacia atrás, y entonces lo que decía era mucho y trataba de su pasado. Es de lo único que habla. Nos explicaba de La Punta y del Callao y de los tranvías. Nos contaba algunas verdades, pero todo parecía, como sus palabras, alargado, estirado desde las geografías donde está lo real hasta aquellas verduscas, fucsias, amarillentas donde reside lo otro, aquello que usualmente acabamos prefiriendo.
Disfruté sobre todas de dos de sus anécdotas. En la primera ella había fundado la Cruz Roja, aún muy joven, magnánima y devota, y en la segunda, en medio de una celebración delirante, en plena avenida Grau, el mismo Haya de la Torre había descendido de un vehículo, vitoreado por las masas, y le había encomendado la crianza de Alan García. Y me gustaron tanto sus historias y pensé que no era esa niebla, que también llamamos demencia, lo que la fatigaba. Quizás debemos postular otro modelo y considerar su devaneo como el efecto de un motor macabro, no de un desfallecimiento.
Yo imagino la muerte como un gigantesco agujero, que nos llama y que consecuentemente nosotros perseguimos, que tinta no sólo los últimos tiempos que tenemos sino todos, cada vez más, manifestándose cuando ya está muy cerca con gracias similares a las que reconocí en mi abuela, de 98 años. Imagino además múltiples agujeros, literales y figurados. Imagino que cada agujero tuerce según sus caprichosos parámetros el tejido de la cultura y de la memoria –me copio de Einstein- elaborando así cada una de nuestras pulsiones, e imagino un supremo director de arte encargado de disponer estos agujeros en un plano del hiperespacio, utilizando metodologías ignotas y matemáticas futuras, y creo que la interacción, las distancias (si acaso ese concepto sigue siendo válido), las empatías y los desprecios entre estos agujeros nos definen.
Siempre me gustaron estos agujeros. No me quejo. Me persiguen con su fuego y con su silencio, cada uno a su manera. Ansían chuparme la esencia, hacerme feliz o tornarme inmortal. Ansían mi cuerpo y lo detienen, en otros casos lo propulsan: lo arrojan sobre terrenos hostiles y yo he dispuesto no rendirme hasta descubrir el mecanismo tras su juego, la risa que comparten. Quiero penetrar el Ágora Crónica, aquel espacio donde todos mis agujeros se encuentran en perenne tertulia, bebiendo vodka frío y comiendo papas fritas con sal, y no quiero mellar a ninguno de ellos, pues son parte de mí. Que no se piense que les tengo recelo. Ya lo dije: siempre me gustaron los agujeros.
Como dos abismos imantados y voraces, cada noche cantan para mí las vaginas y la muerte.
Camino una o dos horas cada día. Quiero mucho a mi mamá. Camino una, dos horas. En ocasiones la trato con sanguinario desamor.
Camino hasta el trabajo, vuelvo del trabajo. Camino también en círculos, un Domingo como este. Trazo un circuito tentativo, quiero alcanzar algún hito y probablemente no lo alcanzo. Vuelvo a casa. Pienso.
Bertrand Russell recordó, al principio de In praise of idleness, que nos han enseñado a siempre estar ocupados. Como todo buen ocioso, devoré este texto a penas lo encontré. Pues no es pecado exclusivo de los creyentes ansiar lo que apuntala sus vicios. Todos buscamos enriquecernos de lo que nos impulsa, sea a la sonrisa, la lluvia, el azul, el contento y el verano, o al agua del water una mañana congelada. Russell arranca el texto recordando que nos han enseñado que existe cierta virtud en el trabajo y cierta malignidad en el ocio. Y mientras caminaba hoy por el Paseo Roosevelt –el lindo Paseo Roosevelt- recordé a Russell con algo semejante al cariño y seguí así, sin remordimientos ni alegrías, mi fresco zigzagueo.
Dedico ese par de horas de caminata, cada día, a nada salvo pensar libremente. Frecuentemente me pierdo, no concibo cómo llegué a cierta idea tajante o radical que si bien me parece genial no sabría de qué manera justificar, y trato de retroceder, recordando todos los ambientes que he recorrido y todo lo otro que pudo influenciarme, buscando ese motivo, la noción primaria de la construcción aparecida en mí, muy a la manera de Dupin en Los Asesinatos de la Calle Morgue.
Supongo que la creencia de que el ocio es maligno surge justamente de esto: del hecho que en él es muy fácil caer en la tentación de la reflexión. Cuando pensamos realmente, no siempre arribamos a buen puerto. Comúnmente el muelle es extraño y desolado y sórdido, los marineros son seres pálidos y oscuros que nos poseerían felices; en ocasiones, como devueltos por una regurgitación enológica, los océanos están rojos y el barco gira en espirales infinitas, sin tierra a la vista; en los casos más raros nos recibe, con un Bloody Mary de conchas de abanico en la mano, el recuerdo bueno de una increíble o pequeña mujer.
He creído que muchos jamás descubren esto, porque muchos jamás piensan sin límites. Creen que sólo debemos buscar aquello que no nos trae problemas. La mayor parte de nosotros, además de interesarse por estar ocupados lo más posible y luego pensar lo menos posible, cuando sí piensa, lo hace limitándose, cortando las emociones, restringiendo la imaginación para neutralizar aquellas pulsiones que los conducirían fuera de la senda central, el camino claro y virtuoso.
Yo, en cambio, creo en alimentar las pulsiones que me acometen, en seguirlas donde me lleven, hasta todos los rincones de mí. Y así sucede que llego una tarde, un domingo por la noche a mi casa después de una caminata y aunque me veo como siempre he viajado a cualquier parte. Puedo amar o detestar, indistintamente, a toda la raza humana.
Sentí la mayor envidia de toda mi vida la noche cuando vi a la chica más linda que había visto en toda mi vida. Ella podía haber tenido 18 y el pelo rubio y las tetas decentes, y yo sería entonces el Justin Timberlake del deseo: aquel amante que represente a casi todos; pero ella tendría más bien unos 15, el cuerpo agrio y esbelto, el pelo renegrido, los ojos habana y la mirada seca y dura y pálida, una sonrisa amplia. Yo, menos amable, tenía 20, unas zapatillas viejas y estaba colmado todavía de buenas voluntades. Ella en cambio parecía haber sido derrotada, tan temprano, por la vida, y ese era su mayor atractivo; un odio por todo, necio y prolífico como un huayco harto de cantos, un odio nocivo pero seductor que yo pude sobrentender en sus cejas superpobladas la poseía, me condujo instantáneamente a quererla.
La vi primero esperando frente a la farmacia. Yo había comprado algunas bolsas de Señor Maíz, que por entonces o para mí eran una maravilla nueva, había cruzado la pista e iba caminando por la vereda opuesta al supermercado. Era mi idea discurrir algo ebrio hasta el malecón; andar campante como nunca y cruzar sonrisas con los peatones, que asumía en aquel tiempo no eran más que simples criminales, sentir el gozo profundo de la plenitud que le debe conferir a los necios la gigantesca imagen de la cruz pulsando sobre el Morro Solar, cada noche. Me había propuesto -después lo cumplí- comprar una Pilsen en cada grifo que viera y beberla en el acto y caminar hasta encontrar cierto lugar que había elegido, frente al Marriott, como mi lugar favorito de toda la ciudad. Pero entonces la descubrí y viré, no seguí derecho por la vereda, esperé un momento dormido en un trance, la miré en los ojos redondos, detenidos los dos sobre mí, sus amplios ojos creciendo súbitamente, y no encontré otro argumento para justificar mi cambio de rumbo que meterme en la farmacia.
Dentro me perdí en la fila de los cepillos de dientes y el enjuague bucal y leí un rato imposible de cuantificar las instrucciones del Listerine. Las leí múltiples veces; leí las distribuidoras para cada país mientras pensaba en ella y en cómo ella, magnífica, usaba la raya al costado, me dejaba ver sus cejas tajantes, y cómo unos lentes negros y muy anchos cuadriculaban sus pómulos. Leía mientras, tan cerca, había un leve rubor que coloreaba estos pómulos, altos y cuadrados y delineados. Dejaba el pomo de Listerine y pasaba a la sección de los condones sabiendo que ella tenía los labios burdamente llenos, casi groseros, y que la nariz pequeña la tenía como un fruto pequeño. Giraba y volvía por los pasillos, me detenía otra vez en la sección de los condones porque desde allí podía verla, enigmáticamente sostenida sobre la vereda, a través de la ventana esperando algo, como bailando, cuando llevaba una camiseta oscura y el cardigan gigantesco y gris le quedaba casi de abrigo.
Salí al rato de la farmacia y me detuve a unos pasos de ella. Tenía yo una bolsa con Panadoles. Los había comprado para, supuestamente, justificar la visita a la farmacia, y cuando había estado en la caja había descubierto junto a mí un pata gigante, un manganzón de un metro noventa parado frente a la caja contigua. Al momento de observar lo que compraba, siempre curioso, me había reído al ver que compraba un tubo de Lovelub. Había imaginado que este pata tendría muchas amantes, mucho mayores que yo, y había sonreído ante el deseo de un futuro tal cual para mí. Así, llano y juvenil, con la bolsa de Panadoles en la mano, había estado viendo detenidamente a mi querida mientras pensaba que el mundo podía ser justo y que yo un día sería muy grande y mi vida como una película porno. Tranquilo, me sentía confiado. Me sabía mayor que ella y más sabio que ella. Seguí mirándola, fulminante, y en pocos segundos ella lo notó. Me hizo así con la mano; hola, me sonrió. Y hola le contesté, ¿cómo estás? Pero en ese instante salió el gigante de la tienda, no entendió la situación, no supo que nos habíamos saludado dado que no estábamos demasiado cerca y se acercó a ella sin notar mi presencia. Sacó el tubo de su bolsa y se lo mostró, sonriendo. Ella supo que yo lo había visto, me miró de lado y se sonrojó. Luego el gigante la tomó de la mano y partieron juntos, caminando lentos por Los Manzanos.
Te digo que existe aquel lugar, frente al Marriott, que ya no es mi favorito de toda la ciudad. Pero existe y lo fue. Y en el uno puedo sentarse sobre un muro alto de piedras, una jardinera, y uno puede sentado allí estar muy cerca de los autos que pasan, entrando a Larco desde Armendáriz, sin que ellos sepan que uno esta en ese lugar antes del último momento. Cuando llega aquel momento, de súbito aparece el auto, el micro, la combi, y apareces tú para el copiloto, el cobrador, los pasajeros, apareces tan cerca de ellos y repentinamente, sin que lo esperen. Entonces los has observado en la más oscura intimidad, tras el vidrio del vehículo, y ellos abren tremendamente sus ojos, atontados por el placer en tu mirada. Porque la intimidad no sólo existe en un lugar escondido donde nadie nos ve, sino también existe en cualquier lugar público donde pensamos que no nos están observando, incluso entre muchas personas. Se construye para cada una en la elaboración de un sistema cerrado, sin distinción entre objetos animados e inanimados para la construcción del cascarón. Y cuando ocurre que otro nos descubre nadando en ella, suele pasar que temblamos bruscamente, porque de pronto jamás nos han visto antes así, desnudados.
Y cuando mucho más tarde, después del incidente de la farmacia, yo me sentaba en aquel muro borracho, pensaba en esto y en todas las cosas hermosas que otro -y no yo- le estaba haciendo a esa niña, sin que nadie salvo ella y yo y el gigantón lo supiéramos. Quise formar parte de su amor secreto y pornográfico: yo jamás había tenido uno así. Quise espectar a todos los amantes salvajes y sustituirme en ellos y ser el más grande de ellos, desnudo como un salvavidas en forma cuando pierde la tanga tras un revolcón una semana santa, cualquiera como esta, y quise tener los músculos gigantes y la quijada dura y los labios más suaves de todos para besar apropiadamente a esa chica.
Entonces pasó un carro, un chico de mi edad sacó la cabeza y me gritó, a 20 centímetros del rostro, ¿¡PAVO, QUÉ MIRAS!? Sorprendido, no comprendía aún.
El cinismo se aprende tras sucesivas observaciones.
He dicho siempre que podría morir pronto. Al observar mi vida como una historia, sería bello y patético un final tajante, catastrófico y rápido que llegue de la manera más inapropiada, mientras los sueños de mi mamá todavía sean grandes y las esperanzas de mi familia sigan vigentes. Destruir así mis sueños y los suyos, incluso los tuyos, con la perfección árida y azul de la soledad.
Apoteósico, siempre sentiré la tentación de derrumbarme de este vuelo. Ya lo supe demasiado tiempo. Tendría sólo 5 años cuando jugaba con canicas y, tras las advertencias de W, comenzaba a sentir la seducción maldita, el aliento húmedo y tibio, el perfume del deseo. Metía entonces la más gorda de todas a mi boca, le daba un giro y luego la escupía, estremecido por la dulzura del terror, la posibilidad de acabar sofocado tras cualquier error en aquella danza.
Quizás algún día identifique al más inocente hombre que transita la ciudad, cualquiera por la calle, y caiga sobre él desde los cielos de mi historia como una bomba infinita. Entonces habría un imbécil menos en la tierra. Yo no sabría decir cuál de los dos.
Morir asido a una dura garganta en la silenciosa espuma del follaje. Comenzar, escapar. Utilizar su aliento como un látigo y un par de jeans pequeñísimos para encender la ingle. Un polo cuello v, un blazer entallado: dirigirnos muy retro hasta la cámara mortuoria, abrazarlo, encontrar al amado Iggy fallecido, luego principiar el viaje alucinado de los pámpanos y el sueño. Morir en un cuerpo embellecido por la más remota nieve. Entender la vida como un descanso y no esperar nada de la alegría salvo ella misma (la sensación misma). Pensar en la muerte como la consecuencia inevitable del éxito. Doblar el cuerpo, ser una grulla, ser la grulla, ser un artrópodo en llamas que esta noche buscara todo lo que quiere y obtendrá todo lo que necesita.
Sí me gusta utilizar símbolos. Sí me entusiasman escasas ceremonias.
También me gusta oler un pecho suave de mujer. Me gustan las tetas pequeñas, apenas elevándose, y los pezones que parecen globos de carnavales sin inflar. Me gusta aquella zona en la base del cuello, la clavícula, me gusta el lento camino de la boca a través de ellas hasta las axilas humorosas. Me gusta besar esos pezones y acariciarlos levemente con los dedos, oscilan más fácilmente, y me gusta la mueca y los sonidos que pueda hacer una mujer cuando lo haces. Me gusta cómo te sonríe y entonces, cuando lo hace, me gusta besarla en la boca cerrada, presionando mis labios en los suyos.
Me gustaría postular a las tetas como cierta coraza, exoesqueleto del torso (con todas las implicancias, que en este caso no elaboraré) y al torso como la habitación de cierta esencia pulsante donde se localiza primero el dolor y todo lo otro que nos impulsa. Mi ritual sería entonces la forma estúpida y sumisa de aproximarme a ella. Además me gustaría elegir un órgano -un cuerpo gutural- que acogería esta esencia: la sensación de la noche y el deseo; todo lo irracional y avasallante que nos conduce a la locura práctica; la luna dentro, el viento inmóvil. Es muy difícil. En este caso es muy difícil.