
Envolvió solamente el cuerpo (había quedado su alma cándida detrás del mostrador) y extendió su cara como una plastilina irracional, sangrienta, pálida y plástica en nuevas direcciones.
Rasgó su piel, metió un pulmón en una caja, comió el otro. Luego lo poseyó entero para trasladarlo fuera de la forma terrena gobernante; desnudo ya, desde la antecámara pobre y cósmica que era aquel vestíbulo al intersticio celeste de aquella noche luminosa sobre la espuma hedionda de las cloacas y el silencio próximo del acantilado.
Ocasionalmente insisto: fue un ángel que quiso algo de un hombre, y el hombre sediento muere o cede ante las grandes bellezas.
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