Iba por esta calle, Los Manzanos o Maimonides, cualquiera de los dos nombres, cuando empecé a reparar en lo grosero del amor de dos personas que se me acercaban. Era horrible verlos y más horrible imaginar cómo se juntaron -qué actos fungieron de llaves seductoras y cómo pasaron tenazmente como expresiones de dulzura o estilo- e insoportable notar, ciertos y bellos, los actos de complicidad que ahora comparten. Todo en pocos segundos, viniendo sobre uno, hasta cruzar junto a ellos y casi sentir el hedor que siempre despide en nuestra ciudad el inexplicable contento.
Es verdaderamente un enigma andar por el mundo y ver tantas cosas. Cosas a izquierda y derecha. ¡Cosas! Cosas sobre la mesa. Cosas contra mi cara. Mis zapadores. Mis nandarinas. Mis brazos. ¡Cosas y cosas y si es de noche también la velada, la doble parte de ellas!
¿Y dónde estoy yo en medio de todo esto, de tantas cosas? ¿Deteniendo el desvarío: qué son mis amantes, pasadas, futuras y prohibidas, en medio de todo esto? ¿Son nuestros encuentros las extrañas pero añorables sesiones de frenético tacto y sosiego que yo recuerdo? ¿Son tan hermosas como las puedo recordar? ¿Cómo son mis besos? ¿Cómo es agredir, cómo acariciar, cómo maldecir y quién lo admira?
A veces pienso que el cariño, si expresión de lo grosero, es mejor vivirlo a puertas cerradas.

Laisse-moi mordre longtemps tes tresses lourdes et noires. Quand je mordille tes cheveux élastiques et rebelles, il me semble que je mange des souvenirs.
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