domingo, 29 de abril de 2007

El que pescaba truchas

Hubo antes un hombre que llegó caminando junto con la fama de ser capaz de pescar truchas en la bahía. Al poco tiempo ambos se confundieron y fueron una sola cosa. Lo veías caminar desde la playa tan cierto como una peña en medio del invierno con sus peces de río y ya ni siquiera parecían ajenos al paisaje que los sucedía. Ninguno se atrevió a desmentir la imagen.

La danza de la lluvia

Se levantó y era el alba del campo. Grueso y agreste, pareció venir de las primeras estribaciones, entre soles y ámbares extensiones, pero acometía este monstruo oscuro del océano. Y sabía que contradecía a Newton y una estirpe entera de ilustrados, pero lo hizo igual por no aguantar el paso empedernido de los ocho millones de danzantes.

Pocos habían dejado de soñar aún cuando se elevó muchos y tantos metros la pared. Era una estampida acuática: una pueril consecuencia de la noche. Y lenta, tal una descomunal masa de barro inapelable, la sigilosa muralla se descuajeringó sobre los hombres, sus casas, sus jardines, sus mascotas.

A pesar de suceder en desorden, las muertes fueron sistemáticas. Debía acabar este mundo falsamente seco– nótese el olor a canela de la niebla; el vaho en los besos y el aliento.

Las olas se batieron unos cuantos días con dulzura sobre toda la ciudad. Los cuerpos no flotaron y residen hoy en el lecho del océano. En la historia leerías que han desaparecido, que fueron el alimento maduro de peces u otros diablos (ciertamente azules). Pero te prometo que se hayan congelados e ilesos. Algunos, como hierbas solidarias de los vivos, han copado con su carne y su pelo las fallas de la tierra. Junto a sus vidas acabaron también los terremotos.

Con suerte alguna crónica futura –hecha palabras de un dios nuevo– cuente que las aguas llegaron húmedas y grandes para ahogar a toda esa población.