Leo:
Mi país no es Grecia, y yo no sé si deba admirar un pasado glorioso que tampoco es pasado. Mi país es pequeño y no se extiende más allá del andar de un cartero en cuatro días, y a buen tren.
Quizás sea que ahora yo aborrezca lo que oteo en las tardes: mi país que es el estadio de fútbol, los museos, jardineros sumisos y las viejas: sibilinas amantes de los pobres, muy proclives a hablar de cardenales (solteros eternos que hay en Roma), y jaurías doradas de marocas.
Mi país es letreros de cine: alienígenas, la farmacia de turno y tonsurados, un vestirse los jueves, viernes y sábados de fiesta y familias decentes, con un hijo ingeniero.
Abatido entre Lima y Asia (el rincón de Miami a noventa y cinco kilómetros de la eterna ciudad de los burdeles), un crepúsculo de bleu cobra banderas, baptisterios barrocos y carcochas. Como el paso senil del bienamado, ahora llueve una fronda de estiércol y confeti: solitarios son los actos del profeta como aquellos del amor y de la muerte.