lunes, 27 de abril de 2009

sábado, 25 de abril de 2009

La mecánica de los agujeros




Reconocí en mi abuela una tensión extraña. Hablaba y sus palabras, sus ideas parecían alargarse como el chicle cuando lo estiramos, estar siendo jaladas de sus labios a través de su cara, bajo la piel, detrás de su nariz, por dentro de su cráneo hacia arriba y hacia un lado, diagonalmente, y sus ojos celestes parecían estar siendo jalados con ellas porque se perdían ambos hacia arriba y hacia atrás, y entonces lo que decía era mucho y trataba de su pasado. Es de lo único que habla. Nos explicaba de La Punta y del Callao y de los tranvías. Nos contaba algunas verdades, pero todo parecía, como sus palabras, alargado, estirado desde las geografías donde está lo real hasta aquellas verduscas, fucsias, amarillentas donde reside lo otro, aquello que usualmente acabamos prefiriendo.

Disfruté sobre todas de dos de sus anécdotas. En la primera ella había fundado la Cruz Roja, aún muy joven, magnánima y devota, y en la segunda, en medio de una celebración delirante, en plena avenida Grau, el mismo Haya de la Torre había descendido de un vehículo, vitoreado por las masas, y le había encomendado la crianza de Alan García. Y me gustaron tanto sus historias y pensé que no era esa niebla, que también llamamos demencia, lo que la fatigaba. Quizás debemos postular otro modelo y considerar su devaneo como el efecto de un motor macabro, no de un desfallecimiento.

Yo imagino la muerte como un gigantesco agujero, que nos llama y que consecuentemente nosotros perseguimos, que tinta no sólo los últimos tiempos que tenemos sino todos, cada vez más, manifestándose cuando ya está muy cerca con gracias similares a las que reconocí en mi abuela, de 98 años. Imagino además múltiples agujeros, literales y figurados. Imagino que cada agujero tuerce según sus caprichosos parámetros el tejido de la cultura y de la memoria –me copio de Einstein- elaborando así cada una de nuestras pulsiones, e imagino un supremo director de arte encargado de disponer estos agujeros en un plano del hiperespacio, utilizando metodologías ignotas y matemáticas futuras, y creo que la interacción, las distancias (si acaso ese concepto sigue siendo válido), las empatías y los desprecios entre estos agujeros nos definen.

Siempre me gustaron estos agujeros. No me quejo. Me persiguen con su fuego y con su silencio, cada uno a su manera. Ansían chuparme la esencia, hacerme feliz o tornarme inmortal. Ansían mi cuerpo y lo detienen, en otros casos lo propulsan: lo arrojan sobre terrenos hostiles y yo he dispuesto no rendirme hasta descubrir el mecanismo tras su juego, la risa que comparten. Quiero penetrar el Ágora Crónica, aquel espacio donde todos mis agujeros se encuentran en perenne tertulia, bebiendo vodka frío y comiendo papas fritas con sal, y no quiero mellar a ninguno de ellos, pues son parte de mí. Que no se piense que les tengo recelo. Ya lo dije: siempre me gustaron los agujeros.






Como dos abismos imantados y voraces, cada noche cantan para mí las vaginas y la muerte.






jueves, 23 de abril de 2009

Window shopper








Rondo, rondamos como extrañas mareas. Repletas de congoja o sal, sueños, reunidas en un alma común, azules muchedumbres atestan las avenidas. Las cruzamos cuando se arrecian: entonces son permeables y diáfanas y se conforman de átomos súper excitados. Claras multitudes en un semáforo, experiencias de la mala ciudad: miles de cabezas verdes e hirsutas que me parecen canicas translúcidas nadando caóticas en un océano refrescante y carísimo de agua Perrier.

Y no encontramos nada, alguien en ellas que nos detenga. Caminamos entre mujeres oscuras, hermosas melodías pop y objetos de menos valor. Curioseamos: participamos de esta vida ajena y notamos el humor dulce del cuerpo abochornado que nos acompaña en el ascensor, la línea delicada de su vestido cálido y cómo delinea aquella cintura fina mientras esas piernas llevan a la chica, deliciosamente, fuera del aparato metálico y de nuestro alcance. Luego lo olvidamos todo y aquello, aquel olvido que es lívido y está prendido a la seda rosada que lo envolvió, es todo lo que es esto: mirar pero nunca recoger.

En Memorias de Adriano, traducida al castellano por Cortázar, Marguerite Yourcenar interpreta las opiniones de Adriano sobre un joven romano que ha penetrado en su vida. Nos dice de Lucio Ceyonio: Lo miraba vivir. Mi opinión sobre él se modificaba de continuo, cosa que sólo sucede con aquellos seres que nos tocan de cerca; a los demás nos contentamos con juzgarlos en general y de una vez por todas.

Rondo y observo, busco poseer la total templanza de los ascetas. Ni soy como Adriano ni soy un asceta; rápidamente me corrompo, salto, caigo sobre el mundo: opino, incido, beso. Finalmente no logro nada, defino y olvido. Iba el otro día, andaba por una tienda de ropa y vi una negra, perfecta casaca. Era corta y delgada, como yo la quería, y una hebilla gruesa y hostil cerraba el cuello duramente, seca y vibrante como la herramienta de un herrero. Justa, convulsionaría mi figura. Entonces supe que era para mí.

¿Pero debía ir a buscarla? ¿No sería, quizás, la misma figura?

martes, 21 de abril de 2009

Acerca de la limpieza









Odio ver comer a todos. Odio el olor de la comida ajena, sus vapores, los ruidos y los ademanes de ellos que la consumen mientras lo hacen, porque nunca son más sucios, ni cuando hablan. Odio ver comer a mi tía, a mi hermano, a mi nonna y a mis amigos. Lo odio porque nunca como entonces son tan simples, tan reales y menospreciables. Odio compartir la mesa con ellos y a veces, acumulada la fórmula de sus hedores en mi mente, odio que vivamos en el mismo espacio y espero, rezo porque se repita entre nosotros aquello de La Torre de Babel.

Odio la vejez. Mi nonna se ha vuelto un trapo sucio y sabio y repugnante y cada día mi mamá es un trapo más sucio y más sabio y antes de que lo pueda evitar yo también seré un trapo sucio, sucio de miel o de escoria o de Inca Kola (no lo sabré), y encima sabio. Pero yo no quiero ser ni un trapo sucio ni un sabio: yo sólo quiero ser un no-trapo: cualquier imbécil límpido y aventurero. Seguramente, dentro de muchos breves años, y ya trapo, aquellos que me quieran me alejarán de pistolas, puentes y terrazas y empiezo a aceptar que quizás no pueda hacer nada al respecto.

Odio comunicarme y odio esta computadora. Odio la ausencia de ternura y sexo oral en mi vida cotidiana. Odio a mis amigas cuando no me contestan el teléfono. Odio la economía de mercado y también la economía social de mercado. Odio querer hablar con alguien y no poder y lamento la proliferación en la ciudad de todos aquellos con los que jamás podré entenderme. Son un ejército gigantesco, un enjambre fabuloso de termitas mucho más inclinadas al éxito reproductivo que yo y quisiera derrotarlas, en inferioridad de números, con la misma gracia perfecta con que Napoleón derrotó a Alejandro I en Austerlitz. Esta batalla conforma mi vida, ya lo supe, y, lo sé también, es mi Waterloo.

Odio la risa que nace de un chiste propio. Odio a cada idiota que cree que comparto su humor y no comprendo a aquellos que comparten el mío. Yo soy nadie y ellos también y observándolos reír, tras el pelícano movimiento de mis labios, mis hombros, mi dúctil cintura, no puedo evitar sentir la dulce tentación del amor y la fama, en ese instante no tan distantes, y así los odio un poco menos a pesar de todo mi sentido común y en contra de aquel instinto innombrable, cetrino y asesino y maldito, que podría salvarme del olvido.

Odio La vida exagerada de Martín Romaña y odio a los turistas que observé hoy preguntando, en un castellano boricua y canchero, si les correspondía obtener un refill de su gaseosa en el McDonald’s. Siento que de algún modo son odios muy similares. No entiendo los Sonetos de Orfeo. Odio la noción de dirección y sentido que parece regir o no regir -en flagrante oposición- nuestras vidas y ciudades y lecturas. Pero no propongo aquello milagroso y distinto. No sé nada de esto y sólo quisiera vivir en un orbe gigantesco y espejado y claro que nos contenga a todos, dormidos e ilusos, soñando un sueño conjunto donde el rey sea un gnóstico hippie o a lo mejor el mismo Claudio Ptolomeo.

Odio profundamente las distancias que nos separan.












domingo, 19 de abril de 2009

Retroalimentación positiva



Camino una o dos horas cada día. Quiero mucho a mi mamá. Camino una, dos horas. En ocasiones la trato con sanguinario desamor.











Camino hasta el trabajo, vuelvo del trabajo. Camino también en círculos, un Domingo como este. Trazo un circuito tentativo, quiero alcanzar algún hito y probablemente no lo alcanzo. Vuelvo a casa. Pienso.

Bertrand Russell recordó, al principio de In praise of idleness, que nos han enseñado a siempre estar ocupados. Como todo buen ocioso, devoré este texto a penas lo encontré. Pues no es pecado exclusivo de los creyentes ansiar lo que apuntala sus vicios. Todos buscamos enriquecernos de lo que nos impulsa, sea a la sonrisa, la lluvia, el azul, el contento y el verano, o al agua del water una mañana congelada. Russell arranca el texto recordando que nos han enseñado que existe cierta virtud en el trabajo y cierta malignidad en el ocio. Y mientras caminaba hoy por el Paseo Roosevelt –el lindo Paseo Roosevelt- recordé a Russell con algo semejante al cariño y seguí así, sin remordimientos ni alegrías, mi fresco zigzagueo.

Dedico ese par de horas de caminata, cada día, a nada salvo pensar libremente. Frecuentemente me pierdo, no concibo cómo llegué a cierta idea tajante o radical que si bien me parece genial no sabría de qué manera justificar, y trato de retroceder, recordando todos los ambientes que he recorrido y todo lo otro que pudo influenciarme, buscando ese motivo, la noción primaria de la construcción aparecida en mí, muy a la manera de Dupin en Los Asesinatos de la Calle Morgue.

Supongo que la creencia de que el ocio es maligno surge justamente de esto: del hecho que en él es muy fácil caer en la tentación de la reflexión. Cuando pensamos realmente, no siempre arribamos a buen puerto. Comúnmente el muelle es extraño y desolado y sórdido, los marineros son seres pálidos y oscuros que nos poseerían felices; en ocasiones, como devueltos por una regurgitación enológica, los océanos están rojos y el barco gira en espirales infinitas, sin tierra a la vista; en los casos más raros nos recibe, con un Bloody Mary de conchas de abanico en la mano, el recuerdo bueno de una increíble o pequeña mujer.

He creído que muchos jamás descubren esto, porque muchos jamás piensan sin límites. Creen que sólo debemos buscar aquello que no nos trae problemas. La mayor parte de nosotros, además de interesarse por estar ocupados lo más posible y luego pensar lo menos posible, cuando sí piensa, lo hace limitándose, cortando las emociones, restringiendo la imaginación para neutralizar aquellas pulsiones que los conducirían fuera de la senda central, el camino claro y virtuoso.

Yo, en cambio, creo en alimentar las pulsiones que me acometen, en seguirlas donde me lleven, hasta todos los rincones de mí. Y así sucede que llego una tarde, un domingo por la noche a mi casa después de una caminata y aunque me veo como siempre he viajado a cualquier parte. Puedo amar o detestar, indistintamente, a toda la raza humana.

Pocas veces busco encantar a alguien.





miércoles, 15 de abril de 2009

“What's Yr Take on Cassavetes"

Sobre la berma, anochecido el día, puedo escupirle en la cara a un niño muy pequeño y sucio que me pide una limosna. Puedo regocijarme del escupitajo que cuelga ahora de su ojo y también de su cara humillada, muerta de frío, torneada por el tiempo y el futuro; puedo reírme incluso si es que empieza a llorar desconsoladamente, entre la gente muy correcta que se detiene, no lo toca y lo observa confundida.

Puedo burlarme largamente, reírme gritando a carcajadas mientras otros me observan, de un ciego, que apostado en los escalones que descienden al Averno, frente al cine Alcázar, lleva un cartel en el que leo más que sorprendido Soy Evidente.

Sin amor, puedo descender inesperadamente con toda la furia de un oficinista sobre cualquier peste urbana. Puedo apuntalar la ira que sufro diariamente, necia, próxima al trueno y la paranoia, con toda la angustia de las horas y los días y los automóviles, y después concretarla en un solo zapatazo que reverbera en varios saltos asesinos que descienden todos sobre un lugar: aquella miserable hormiga, araña u oruga hasta desaparecerla, hecha un puré de patas y partes, mimetizada en la inmortal escoria de la gran ciudad.

Puedo escapar, pretender que no amo este país. Puedo olvidar a todas las mujeres. Puedo escribir que hago todo esto y jamás hacerlo. En esa duda está el misterio, el motivo de estas notas.








martes, 14 de abril de 2009

Los pájaros








Era el jueves por la tarde e iba hacia la casa de Jorge. Estaba intranquilo y nos íbamos a ir a Polvos Azules a comprar películas de terror y zapatillas. Pensaba todo el tiempo, más sobre el vacío de cada bocacalle, en esas ganas sensuales que tenía de viajar lejos y de quedarme enterrado en el lugar más disipado que pudiera alcanzar.

Iba en mi carro, que se llama Satanás, y lo manejaba como sólo lo hago cuando voy solo. Jugando a sentir que controlo una verdadera máquina lo comando con agresividad, con gentil torpeza, busco que suene, que vibre, acelero de más en las rectas libres, zigzagueo cuando algo me distrae, casi choco, después doblo con talante, sin astucia, con aquella mesurada imprudencia que nunca luzco cuando tengo alguien más conmigo subido en él, y canto mientras lo hago todo, las malditas melodías de siempre a voz en cuello y como imitando al más grave y sórdido de todos los cantantes bajos. Yo no le puse el nombre a Satanás, se lo pusieron las amigas de mi hermano. Persiguieron lograr un chiste y consiguieron algo mucho mejor: un nombre perfecto. Me enorgullezco de Satanás, aunque sea rojo y lerdo. Lo tolero, lo amo porque es profano, inadecuado, porque en él he besado y porque en él he casi muerto.

El asunto es que iba manejando y a unos 40 metros vi dos palomas sobre la pista. Comían y yo las vi y no les hice caso y seguí pensando en mis delirios de viajante, expandiéndolos hacia roles exploradores, misioneros y épicos que no se detendrían en el simple proselitismo, que alcanzarían la ejemplificación radical, al borde de tornarme en un mártir del placer y del ocio. Asumí que escaparían de Satanás y sus ruedas de fuego, pero no se movieron. Ya sólo eran 20 metros cuando las volví a ver, tales estatuas, y comencé a frenar. Aún no se movieron. Entonces frené casi completamente. Pero no se movieron. Me detuve frente a ellas y luego empecé a avanzar, muy lento. No se movieron.

Ya he dicho antes que creo que nuestra mente es la sala de control y nuestro cuerpo una marioneta, una marioneta en la que se impregnan los trazos, las inflexiones, las perversiones del alma. Así, esta se expresa en las formas del cuerpo y como resultado existe nuestra imagen: la concreción de nuestra mente en nuestra forma, digamos que nuestro estilo. Yendo no mucho más allá, creo que nuestra mente no se detiene en el cuerpo e incorpora más elementos a su yugo. Por ejemplo, el auto que manejamos. Él va como nosotros, gira como nosotros: se tropieza, yerra con nosotros.

Esto debe ser obvio para muchos. Sin exagerar, incluso para una pareja de palomas alimentándose en el medio de la pista. Entonces es preciso acelerar, súbitamente, para declarar una vez más, envuelto en una nube de plumas, que las apariencias engañan.

domingo, 12 de abril de 2009

El Lovelub, la maravilla









Sentí la mayor envidia de toda mi vida la noche cuando vi a la chica más linda que había visto en toda mi vida. Ella podía haber tenido 18 y el pelo rubio y las tetas decentes, y yo sería entonces el Justin Timberlake del deseo: aquel amante que represente a casi todos; pero ella tendría más bien unos 15, el cuerpo agrio y esbelto, el pelo renegrido, los ojos habana y la mirada seca y dura y pálida, una sonrisa amplia. Yo, menos amable, tenía 20, unas zapatillas viejas y estaba colmado todavía de buenas voluntades. Ella en cambio parecía haber sido derrotada, tan temprano, por la vida, y ese era su mayor atractivo; un odio por todo, necio y prolífico como un huayco harto de cantos, un odio nocivo pero seductor que yo pude sobrentender en sus cejas superpobladas la poseía, me condujo instantáneamente a quererla.

La vi primero esperando frente a la farmacia. Yo había comprado algunas bolsas de Señor Maíz, que por entonces o para mí eran una maravilla nueva, había cruzado la pista e iba caminando por la vereda opuesta al supermercado. Era mi idea discurrir algo ebrio hasta el malecón; andar campante como nunca y cruzar sonrisas con los peatones, que asumía en aquel tiempo no eran más que simples criminales, sentir el gozo profundo de la plenitud que le debe conferir a los necios la gigantesca imagen de la cruz pulsando sobre el Morro Solar, cada noche. Me había propuesto -después lo cumplí- comprar una Pilsen en cada grifo que viera y beberla en el acto y caminar hasta encontrar cierto lugar que había elegido, frente al Marriott, como mi lugar favorito de toda la ciudad. Pero entonces la descubrí y viré, no seguí derecho por la vereda, esperé un momento dormido en un trance, la miré en los ojos redondos, detenidos los dos sobre mí, sus amplios ojos creciendo súbitamente, y no encontré otro argumento para justificar mi cambio de rumbo que meterme en la farmacia.

Dentro me perdí en la fila de los cepillos de dientes y el enjuague bucal y leí un rato imposible de cuantificar las instrucciones del Listerine. Las leí múltiples veces; leí las distribuidoras para cada país mientras pensaba en ella y en cómo ella, magnífica, usaba la raya al costado, me dejaba ver sus cejas tajantes, y cómo unos lentes negros y muy anchos cuadriculaban sus pómulos. Leía mientras, tan cerca, había un leve rubor que coloreaba estos pómulos, altos y cuadrados y delineados. Dejaba el pomo de Listerine y pasaba a la sección de los condones sabiendo que ella tenía los labios burdamente llenos, casi groseros, y que la nariz pequeña la tenía como un fruto pequeño. Giraba y volvía por los pasillos, me detenía otra vez en la sección de los condones porque desde allí podía verla, enigmáticamente sostenida sobre la vereda, a través de la ventana esperando algo, como bailando, cuando llevaba una camiseta oscura y el cardigan gigantesco y gris le quedaba casi de abrigo.

Salí al rato de la farmacia y me detuve a unos pasos de ella. Tenía yo una bolsa con Panadoles. Los había comprado para, supuestamente, justificar la visita a la farmacia, y cuando había estado en la caja había descubierto junto a mí un pata gigante, un manganzón de un metro noventa parado frente a la caja contigua. Al momento de observar lo que compraba, siempre curioso, me había reído al ver que compraba un tubo de Lovelub. Había imaginado que este pata tendría muchas amantes, mucho mayores que yo, y había sonreído ante el deseo de un futuro tal cual para mí. Así, llano y juvenil, con la bolsa de Panadoles en la mano, había estado viendo detenidamente a mi querida mientras pensaba que el mundo podía ser justo y que yo un día sería muy grande y mi vida como una película porno. Tranquilo, me sentía confiado. Me sabía mayor que ella y más sabio que ella. Seguí mirándola, fulminante, y en pocos segundos ella lo notó. Me hizo así con la mano; hola, me sonrió. Y hola le contesté, ¿cómo estás? Pero en ese instante salió el gigante de la tienda, no entendió la situación, no supo que nos habíamos saludado dado que no estábamos demasiado cerca y se acercó a ella sin notar mi presencia. Sacó el tubo de su bolsa y se lo mostró, sonriendo. Ella supo que yo lo había visto, me miró de lado y se sonrojó. Luego el gigante la tomó de la mano y partieron juntos, caminando lentos por Los Manzanos.








Te digo que existe aquel lugar, frente al Marriott, que ya no es mi favorito de toda la ciudad. Pero existe y lo fue. Y en el uno puedo sentarse sobre un muro alto de piedras, una jardinera, y uno puede sentado allí estar muy cerca de los autos que pasan, entrando a Larco desde Armendáriz, sin que ellos sepan que uno esta en ese lugar antes del último momento. Cuando llega aquel momento, de súbito aparece el auto, el micro, la combi, y apareces tú para el copiloto, el cobrador, los pasajeros, apareces tan cerca de ellos y repentinamente, sin que lo esperen. Entonces los has observado en la más oscura intimidad, tras el vidrio del vehículo, y ellos abren tremendamente sus ojos, atontados por el placer en tu mirada. Porque la intimidad no sólo existe en un lugar escondido donde nadie nos ve, sino también existe en cualquier lugar público donde pensamos que no nos están observando, incluso entre muchas personas. Se construye para cada una en la elaboración de un sistema cerrado, sin distinción entre objetos animados e inanimados para la construcción del cascarón. Y cuando ocurre que otro nos descubre nadando en ella, suele pasar que temblamos bruscamente, porque de pronto jamás nos han visto antes así, desnudados.

Y cuando mucho más tarde, después del incidente de la farmacia, yo me sentaba en aquel muro borracho, pensaba en esto y en todas las cosas hermosas que otro -y no yo- le estaba haciendo a esa niña, sin que nadie salvo ella y yo y el gigantón lo supiéramos. Quise formar parte de su amor secreto y pornográfico: yo jamás había tenido uno así. Quise espectar a todos los amantes salvajes y sustituirme en ellos y ser el más grande de ellos, desnudo como un salvavidas en forma cuando pierde la tanga tras un revolcón una semana santa, cualquiera como esta, y quise tener los músculos gigantes y la quijada dura y los labios más suaves de todos para besar apropiadamente a esa chica.

Entonces pasó un carro, un chico de mi edad sacó la cabeza y me gritó, a 20 centímetros del rostro, ¿¡PAVO, QUÉ MIRAS!? Sorprendido, no comprendía aún.

El cinismo se aprende tras sucesivas observaciones.





miércoles, 8 de abril de 2009

Las voluptuosas funciones del vientre




Son las 6 y 45 am y me siento en la silla frente a la computadora y le escribo a Rossana no es un mito, la mañana es el mejor momento para hacer caca. Después me disperso un poco, me siento extraviado en los sonidos de Art Decade, mi melodioso y mínimo amor. Pero ella me responde, azuzando mi mente claro que no, yo prefiero la noche: así puedo botar toda la mierda de día que pude tener. Me sorprendo, Rossana ha dado una respuesta bastante inteligente, pero rápidamente replico ¡Ah! Un defeque metafórico y lírico, en ese caso yo te gano… Mis sueños se componen de deseos tiernos e imposibles. Si fuera mejor hombre, tendría sueños pornográficos y conquistadores; en cambio sueño que abrazo, que trato de asir todo aquello que no puedo tener. Yo prefiero hacer caca en la mañana: así puedo botar toda la mierda que pude soñar.

lunes, 6 de abril de 2009

San Gabriel






Caminé por toda la vereda, toda hasta el ubicuo final de ella, a través de los árboles y escabrosamente bajo el vuelo ciego de los escarabajos que viven en las acequias que rodean el club de golf. Se oscurecía la tarde bajo cada árbol y tras cada edificio, rítmicamente. Todo el tiempo estuve seguro de todo, de que todo era lo que era y de que yo sabía lo que aquello era, seguro de mi tristeza y seguro de mi alegría y seguro de repudiar ciertos miembros de mi cuerpo y otros de mi familia, convencido de amar a las mujeres y al sexo oral y a los besos, contento de saber leer y disgustado con la tentación de escribir.

Me detuve donde se cruzan Pezet y Camino Real y donde al tiempo que parece inaugurarse la civilización, como con el carraspeo afilado y juicioso que puede volvernos a la realidad en una sala de cine, uno intuye que está perdiendo aquella presunción de tranquilidad, que por un instante ya no es libre entre los espejos incisivos de los edificios muy altos -pero completamente pequeños- y que por otro desea a las mujeres caminando a ritmos ululantes y acepta la tentación ahora tangible y abrupta y alegre de meter mucha plata en el banco para seducirlas sistemáticamente, andar con ellas, las más traicioneras y felices amantes, y que su maquillaje sea MAC y que sus computadoras también.

Llegué al final de la vereda y estaba absolutamente envuelto por la música de Nick Cave y tenía la boca llena de cerdas: cerdas de un cepillo de dientes que en honra a la eficiencia en el gasto compré a 2 x 1 en la farmacia más próxima. Mientras lavaba mis dientes, mi rápida lengua, se habían esparcido en mi boca, liberadas de un cepillo efectivamente defectuoso, lacerando mis encías y coloreando mi sonrisa con trazos aguados de rojo. Yo las ignoraba y no paraban de aparecer, ahora, surgiendo de entre mis dientes como insidiosa paja. (Aquello que nos limpia también incide en nosotros.) Pero yo las ignoraba. Parado sobre la esquina giré, utilicé la pierna derecha como pivote, me deslicé sobre el taco de mis zapatillas negras, acabé mirando el edificio que se encuentra sobre la orilla opuesta de la pista. Curioso dato: he visto ya la muerte en ese margen.

Fue en 1998, calculo, y eran las 7 am de una mañana de octubre y yo llegaba trepado en la camioneta que nos llevaba al colegio y nos deteníamos frente a este edificio para recoger a Carolina y a Vicho, los dos hermanos brasileros. Inmediatamente después de parar escuchamos un delicado grito y luego el cuerpo de una mujer estaba descalabrado sobre el suelo de laja de la entrada. Había caído del cielo o desde el piso 17 y al momento que tocó el suelo, oh práctico dominó, mi termo de agua cayó sobre el suelo de la camioneta y empezó a mojar mis zapatos.

Yo vi ese cuerpo y en este tiempo pensaba en mis dientes mientras veía la construcción y sus 17 pisos y recordaba al cuerpo y veía otra vez ese cuerpo limpio, perfectamente limpio, puro y pensaba en mis dientes, un momento, luego en ese cuerpo roto, quebrado sobre un escalón de laja y que estaba siendo cubierto con una sábana celeste y de entre cuyas pierna corría un viscoso hilo de sangre: tal como el hilo que había corrido entre mis encías.

Detenido, en ese momento se me acercó de súbito una anciana.

Señor, disculpe… estoy buscando una dirección... ¿usted sabe cual es la primera cuadra de Pezet?

Esta señora.

¿Esta no es San Gabriel?

Creo que es Pezet.

No señor, esta es San Gabriel: yo vivía acá hace 40 años.










Más allá de la tierra de formas, todo fue otra cosa, todo se ensucia y tú eres lo que acaece, siempre empapado de gloria.




sábado, 4 de abril de 2009

Les foules

Podría hacer un comentario sobre el concierto al que fui ayer, pero prefiero usar a Baudelaire, que estaba mucho más enfermo que yo.

Il n'est pas donné à chacun de prendre un bain de multitude : jouir de la foule est un art; et celui-là seul peut faire, aux dépens du genre humain, une ribote de vitalité, à qui une fée a insufflé dans son berceau le goût du travestissement et du masque, la haine du domicile et la passion du voyage.

Multitude, solitude: deux termes égaux et convertibles pour le poëte actif et fécond. Qui ne sait pas peupler sa solitude, ne sait pas non plus être seul dans une foule affairée.

Le poëte jouit de cet incomparable privilège, qu'il peut à sa guise être lui-même et autrui. Comme ces âmes errantes qui cherchent un corps, il entre, quand il veut, dans le personnage de chacun. Pour lui seul, tout est vacant; et si de certaines places paraissent lui être fermées, c'est qu'à ses yeux elles ne valent pas la peine d'être visitées.

Le promeneur solitaire et pensif tire une singulière ivresse de cette universelle communion. Celui-là qui épouse facilement la foule connaît des jouissances fiévreuses, dont seront éternellement privés l'égoïste, fermé comme un coffre, et le paresseux, interné comme un mollusque. Il adopte comme siennes toutes les professions, toutes les joies et toutes les misères que la circonstance lui présente.

Ce que les hommes nomment amour est bien petit, bien restreint et bien faible, comparé à cette ineffable orgie, à cette sainte prostitution de l'âme qui se donne tout entière, poésie et charité, à l'imprévu qui se montre, à l'inconnu qui passe.

Il est bon d'apprendre quelquefois aux heureux de ce monde, ne fût-ce que pour humilier un instant leur sot orgueil, qu'il est des bonheurs supérieurs au leur, plus vastes et plus raffinés. Les fondateurs de colonies, les pasteurs de peuples, les prêtres missionnaires exilés au bout du monde, connaissent sans doute quelque chose de ces mystérieuses ivresses; et, au sein de la vaste famille que leur génie s'est faite, ils doivent rire quelquefois de ceux qui les plaignent pour leur fortune si agités et pour leur vie si chaste.


(Sumergirse en la multitud no es para todos: gozar de la muchedumbre es un arte; una francachela de vitalidad a expensas del género humano y sólo puede dársele uno al que el hada inspiró desde la cuna el gusto del disfraz y la máscara, el desprecio por el domicilio y la pasión por viajar.

Multitud, solitud: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada.

El poeta disfruta de ese incomparable privilegio, porque puede ser él mismo y otro, según su voluntad. Como almas errantes que buscan un cuerpo, entra cuando quiere en el personaje de cada quien. Sólo para él, todo está disponible y si ciertos sitios parecen estarle vedados es que a su criterio no vale la pena visitarlos.

El paseante solitario y pensativo obtiene una singular ebriedad en la comunión universal. El que desposa fácilmente a la multitud conoce febriles alegrías, de las que eternamente se verá privado el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, enquistado como un molusco. El adopta todas las profesiones, todas las dichas y todas las miserias que la circunstancia le presenta.

Lo que los hombres llaman amor es demasiado pequeño, demasiado restringido y demasiado débil, comparado con la inefable orgía, la santa prostitución del alma que se da entera, poesía y caridad, a lo que imprevistamente aparece, al desconocido que pasa.

A veces es bueno enseñarle a los felices de este mundo, más no sea para humillar un instante su estúpido orgullo, que hay una felicidad superior a la suya, más vasta y más refinada. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros exiliados en el fin del mundo, sin duda algo conocen de esas misteriosas embriagueces; y, en el seno de la vasta familia que su genio creó, a veces deben reírse de quienes los compadecen por su suerte, tan agitada, y por su vida, tan casta.)

jueves, 2 de abril de 2009

Mi sexo/cloaca

Cada noche me desnudo. Esta no es distinta a cualquier noche. Salvo porque la gripe me ha endurecido, salvo porque cuando toso tengo un dolor sordo en los riñones, esta es una noche cualquiera. En general, ninguna noche en nuestro tiempo epistolar es distinta a cualquier noche. Esta casa, este cuarto cúbico donde he descubierto las maravillas que la disposición puede traer, trazando líneas entre afiches comprados por mi mamá en museos europeos, luz manipulada y mucha pintura azul, persiste a través de las estaciones y mis 23 años. La cinta scotch, el tape, mucho papel y muchas palabras escandidas pueden haber hecho más por mí que nada y nadie antes.

He llegado de la calle y me desnudo empezando por el torso. El neumólogo, que me prohibió vanamente el alcohol hace tres años, dijo al ver la radiografía de mi tórax que yo tengo aquello opuesto a lo que se llama pecho de paloma, que mi pecho está hundido, que mi esternón curvado hacia dentro. Dijo que yo debía hacer deporte y yo no lo hice y dijo que jamás tomara alcohol, que podría joderme por siempre. Yo sostengo una cerveza helada y para mí eso no significa nada. Bebo y no significa nada salvo frío contento. En todo caso, si algo es, este pecho cóncavo es la concreción material de una alegre incapacidad que tengo para sentir orgullo. Y si eso es, jamás quiero perderlo.

Según algunos contenemos mensajes en nuestra apariencia (en nuestra pose, nuestros gestos, nuestras medias). Creo firmemente que soy alguien y que lo proyecto y ahora, viendo mi torso desnudo, soy alguien que no comprendo. Entonces me quito el pantalón, buscando algo más, y observo mi cuerpo depilado. Ya me he acostumbrado al pubis desnudo que me procuré otra madrugada con la tijera artesco que no salía del cajón desde 1998. Ya miro mi pene y pienso aquello del mismo mono milenario que se refleja en el espejo y llora.

Tengo una magnífica erección y recuerdo aquella conversación con C y mis amigos: aquella prueba. Sorprendido, la introduzco suavemente, toda por el medio de un rollo de papel higiénico que guardo en la mesa de noche. Efectivamente, no baila. Cabe justa. ¿Debo sonreír ante esta, la gracia más exquisita de mi anatomía?

martes, 31 de marzo de 2009

Agentes de tránsito




Quizás mi único atractivo sea una honda vulnerabilidad. Una vulnerabilidad evidente y cómica, crónica, profesada, ejercida con un estilo contrito o despabilado, gritada en un canto magro cada día y todavía con más efervescencia cada noche.

Entenderé vulnerabilidad como la existencia de una vía abierta en mi despistado exoesqueleto -criatura articulada, como pelícana: el lugar común, la realidad donde reverberan las palabras contra mis articulaciones y tú existes- a través de mi entraña, mi estómago, mi corazón. Entenderé que es una vía gigantesca, un tanto Appia, carretera de hechos, ruidos y besos, y aceptaré que ahuyenta a no pocos potenciales transeúntes con su sinuosidad insolente. Otros se internan en ella; entran por esta grieta pequeña, negra, húmeda gruta, bella y enferma locación de todas mis obsesiones (que no son pocas). Por lo demás, yo los invito a pasar (te invito a pasar) con alegría. Dentro, sonrío y existo.

En el fin de semana conversé algunas horas con G. G es genial y me encanta conversar con ella, sonríe muy bien y puedo ser sincero con ella y me divierto. Existen una cuantas personas, pocas, con las que llevo esta relación. Paso días en una como vorágine propia, quiero gritar, y existen pocas personas con las que finalmente puedo ser yo. (Lo único otro con lo que puedo ser yo es con el alcohol.) Ellas me conocen, de pronto realmente. Paso días en esta vorágine propia, hermana de la más sobria soledad, y todo vuelca en un desahogo muy similar al vómito que reconozco egoísta pero que me hace sentir acompañado, cálido. G entra, me siento confortado y luego se va. Llega muy dentro, pero atraviesa totalmente esta carretera, surgiendo del otro lado, acaso ilesa. Pasan semanas, no nos vemos, y yo quizás veo a alguna otra de sus iguales. Luego nos volvemos a encontrar y es lo mismo. Algo portentoso representa este ritual; yo, únicamente por convención y contra mi voluntad, suelo también llamarlo amistad.

Esta tarde siento una leve nausea. Tengo fiebre. He tomado demasiada cafeína y me desvanezco. En mi pecho pulsa un ser, con desenfreno, completamente débil. No puedo seguir sentado y me abruma una sensación de vacío y he pensado toda la mañana. Pensar, como no dijeron pero seguro entendieron aquellos griegos, es sobre todo un acto temerario, osado al límite elegante de la imprudencia. Yo he copiado y tornado en mí aquella figura vieja de la caverna. Además he imaginado mi corazón tendido en esta carretera -una carretera que va por el medio de la caverna- y he comprendido que cada ser que la atraviesa no es más que otro transeúnte. He aceptado que mis amantes no son otra cosa que estos mismos transeúntes: he concluido que la única forma comparable a mi amor es aquella del hombre que se tropieza cuando cruza la Panamericana Sur un domingo, borracho y confundido, a la altura de Lurín.

¿Buscas tú la sonrisa infinita? Pues deberás convertirte en un peaje de esta carretera: aquel mortal peaje donde llegó Sonny Corleone. ¿Y dónde subsiste cierta nobleza cuando el contento implica estas astutas maquinaciones criminales? Has visto con tristeza a cada visitante. Nada más ineludible, más inevitable que el momento más profundo de su viaje. Luego, lentamente, inevitablemente comienzan a emerger. Tu momento más extraño: se han ido.















domingo, 29 de marzo de 2009

El aterrizaje










He dicho siempre que podría morir pronto. Al observar mi vida como una historia, sería bello y patético un final tajante, catastrófico y rápido que llegue de la manera más inapropiada, mientras los sueños de mi mamá todavía sean grandes y las esperanzas de mi familia sigan vigentes. Destruir así mis sueños y los suyos, incluso los tuyos, con la perfección árida y azul de la soledad.

Apoteósico, siempre sentiré la tentación de derrumbarme de este vuelo. Ya lo supe demasiado tiempo. Tendría sólo 5 años cuando jugaba con canicas y, tras las advertencias de W, comenzaba a sentir la seducción maldita, el aliento húmedo y tibio, el perfume del deseo. Metía entonces la más gorda de todas a mi boca, le daba un giro y luego la escupía, estremecido por la dulzura del terror, la posibilidad de acabar sofocado tras cualquier error en aquella danza.







Quizás algún día identifique al más inocente hombre que transita la ciudad, cualquiera por la calle, y caiga sobre él desde los cielos de mi historia como una bomba infinita. Entonces habría un imbécil menos en la tierra. Yo no sabría decir cuál de los dos.







viernes, 27 de marzo de 2009

Despegar en Iggy Pop












Morir asido a una dura garganta en la silenciosa espuma del follaje.
Comenzar, escapar. Utilizar su aliento como un látigo y un par de jeans pequeñísimos para encender la ingle. Un polo cuello v, un blazer entallado: dirigirnos muy retro hasta la cámara mortuoria, abrazarlo, encontrar al amado Iggy fallecido, luego principiar el viaje alucinado de los pámpanos y el sueño.

Morir en un cuerpo embellecido por la más remota nieve.
Entender la vida como un descanso y no esperar nada de la alegría salvo ella misma (la sensación misma). Pensar en la muerte como la consecuencia inevitable del éxito. Doblar el cuerpo, ser una grulla, ser la grulla, ser un artrópodo en llamas que esta noche buscara todo lo que quiere y obtendrá todo lo que necesita.

Sólo entonces sabernos dueños de la técnica.













jueves, 26 de marzo de 2009

Estómagos y corazones

Sí me gusta utilizar símbolos. Sí me entusiasman escasas ceremonias.

También me gusta oler un pecho suave de mujer. Me gustan las tetas pequeñas, apenas elevándose, y los pezones que parecen globos de carnavales sin inflar. Me gusta aquella zona en la base del cuello, la clavícula, me gusta el lento camino de la boca a través de ellas hasta las axilas humorosas. Me gusta besar esos pezones y acariciarlos levemente con los dedos, oscilan más fácilmente, y me gusta la mueca y los sonidos que pueda hacer una mujer cuando lo haces. Me gusta cómo te sonríe y entonces, cuando lo hace, me gusta besarla en la boca cerrada, presionando mis labios en los suyos.

Me gustaría postular a las tetas como cierta coraza, exoesqueleto del torso (con todas las implicancias, que en este caso no elaboraré) y al torso como la habitación de cierta esencia pulsante donde se localiza primero el dolor y todo lo otro que nos impulsa. Mi ritual sería entonces la forma estúpida y sumisa de aproximarme a ella. Además me gustaría elegir un órgano -un cuerpo gutural- que acogería esta esencia: la sensación de la noche y el deseo; todo lo irracional y avasallante que nos conduce a la locura práctica; la luna dentro, el viento inmóvil. Es muy difícil. En este caso es muy difícil.

No distingo estómagos y corazones.

martes, 24 de marzo de 2009

Zeitgeist: los hilos, las manecillas







Vi el documental Zeitgeist. Ya lo había visto pero lo volví a ver a causa de una conversación que tuve con L. Lo volví a ver y fuera de todo lo que acaso sea acertado, siento que es efectista, cursi..., que está terriblemente hilado. Pero a pesar de eso es contundente, por momentos pudo inquietarme (particularmente la escena del atentado en el subterráneo en Madrid) y ninguna de esas es mi mayor observación.

Me interesó, conversando con L, el origen de la búsqueda que reconozco en ella. Existe la clase de hombres -y mujeres- que busca explicaciones y la que no. Ella las busca y por eso, cuando la miro a la cara, reconozco aquella materia inexplicable que condensa sus facciones atada a su cuerpo, sus labios, su nariz, sus dientes, todo en una persona fabulosa.

Yo le dije me parece que hay una falla en toda la figura propuesta. Si la sociedad es como una pirámide, se entiende que la mayoría estamos del lado inferior y que existen, en escalas sucesivas y cada vez más pequeñas, una sobre otra, individuos que rigen las vidas de aquellos en escalas inferiores. Así hasta la cúspide, donde reside el cenáculo, el jerarca máximo. Pero de pronto me parece que el mundo es mucho más difuso de lo que nos gusta creer, los caminos de la palabras y las voces y los hechos mucho menos definidos de lo que nos gusta creer. ¿Has pensado por qué habrían de ser contundentemente superiores los caminos de ascenso de la información en la pirámide que los de descenso? ¿Hay algún motivo mayor para asumir esto? ¿Por qué creeríamos que aquellos en la cúspide tienen los medios para informarse de todo? ¿Cuánto se pierde en el camino? ¿Por que la imagen de aquellos del mundo sería más precisa que la nuestra? Quizás es sólo distinta. ¿Siendo prácticos, realmente creemos que Alan maneja el Perú, que Obama maneja EEUU? ¿Realmente creemos que existen las vías de comunicación, como hilos fabulosos, que permitirían a un jerarca siniestro -cierto Rockefeller- controlar la humanidad entera? No niego la existencia de una construcción con índole de pirámide, sólo cuestiono la posibilidad de una comunicación efectiva entre los escalafones.

Otro día, conversando del tema, un tío me comenta lo siguiente. Yo lo condenso. Cuando la realidad evita a un ser, lo descarta, lo escinde en pedazos y lo evacua a sus arrabales, tal ser construye una realidad aparte, donde no libre de cualquier conflicto se haya, pues no debe más lidiar con lo inadecuado que resulta en la primera.

Si de pronto la sociedad nos controla, la cultura nos traza ciertos límites, siento que eso no es tan grave. Me distiendo un poco, elijo con alegría mis batallas.













domingo, 22 de marzo de 2009

La rosa púrpura del Cairo





1. En general me gustan los finales tristes.
2. Fuera está lloviendo.
3. Está lloviendo en otoño.
4. Esta lloviendo y la realidad está como en sepia.
5. Miro la tele: Mia Farrow sabe poner la más bella cara de cojuda.
6. Yo la amo por eso.
7. Mia Farrow es fabulosa.
8. No es preciso sudar para amar.
9. Mia Farrow.
10. No es preciso entender tampoco.
11. No es preciso tener experiencia para hacer el amor.
12. En cambio sí es preciso saber engañar.
13. Engañar no es el pecado que nos enseñaron.
14. Nos enseñaron muchas cosas.
15. Una mujer se conquista a través del engaño.
16. Luego, besar y felar no son favores tan diferentes.
17. Besar puede ser el acto más tierno.
18. Felar puede serlo aún más.
19. Besar también puede ser asqueroso.
20. Algunas mujeres besan asqueroso.
21. Otras felan con aparente desidia.
22. De pronto tú y yo besamos muy mal.
23. Nunca nos lo dirán.
24. Todos perderemos amores a manos de labios mejores.
25. Vuelvo a la tele: Mia Farrow ha roto un plato.
26. Mia Farrow.
27. Mia Farrow.
28. Esta película se la recomendé a una chica.
29. Me parecía bonita y me sigue pareciendo bonita.
30. Estoy bastante seguro de que no lo es.
31. Esta película se la recomendé a una chica.
32. Lloró viéndola.
33. No son la misma chica.
34. Se la recomendé a muchas chicas.
35. Me la recomendó a mí una chica.
36. Debo salir en busca de símbolos propios.

sábado, 21 de marzo de 2009

Sergio Marcelo Coiffure











Como en ese capítulo de Seinfeld, de esa calaña es mi relación con Sergio Marcelo. Pero tomemos en cuenta que yo no soy totalmente Jerry Seinfeld, que tengo un poco de Woody Allen también, otro poco de Bill Cosby y otro (aún) de Edgar Allan Poe.

Sergio Marcelo es un poco ese tipo de peluquero que podríamos llamar barbero. Quizás algo más moderno, pero no mucho. Tiene guayabera blanca y banda de jebe. Tiene sillas de cuero blanco, que podrían ser parte de la escenografía de Grease, y sabe reírse de si mismo con más agudeza que del resto. Yo lo aliento, busco torcerlo Sergio, ¡deja salir a la loca argentina que hay en ti! pero Sergio Marcelo es mesurado y cosechado, aprista viejo, toma el café con elegancia, las piernas cruzadas mientras espera, oliéndolo, y está muy orgulloso de sus hijos, una doctora y un ingeniero. En otras palabras: no cambiará.

He querido dejarlo, cambiarlo por alguien más joven y con mejores manos. En ocasiones me he atrevido a sacarle la vuelta. (Aquella vez en Guayaquil.) He querido dejarlo y jamás me atreveré. Por tanto me pliego a él, lo incorporo en mí. Es muchísimo más fácil ser abandonado.







jueves, 19 de marzo de 2009

Sustituir la sensación








Conservo muchos mundos en mí.

Mi primer universo se compone de margaritas e incakolas de botella de vidrio. Contiene un parque y todas las hojas amarillas regadas en la pista. Un viaje al sur, una mañana corriendo cuesta abajo por el desierto characato. Incluye muchísimas borracheras, mi pelo, largo y bonito, en aquel tiempo como el de una mujer, y un franco deseo de persistir. Comprende (sobre todo) una sección amplia de Miraflores cerca de los malecones y otra de Barranco, más nocturna, sucia y hoy poco recordada. En esos días The Selfish Gene me hizo más triste que nunca y gracias a una mononucleosis descubrí el placer de no hablar en una semana. Pero murió, de algún modo empezó a morir una tarde en las galerías de la avenida Brasil.

Mi segundo universo fue manchado por el primero. Obsesionado con su limpieza, lo embadurné de sublimes blancos para que pareciera una Tierra Baldía, si no un páramo nevado y estéril y perfecto. Me enorgullecí del resultado. Luego lo lavé con cerveza y afloró el asfalto, contrapuesto a la sierra como una navaja, enemigo del quechua y el llanto. En los momentos cuando no estuve ebrio –los menos- vagué y vagué y vagué y descubrí muchas personas inglesas que sufrieron el frío, la soledad y el contento esporádico entre el 78 y el 84. Principalmente en Manchester, también en Berlin. Por esa época también leí el Bestiario, Las elegías de Duino y toda la saga de Fundación. Aprendí a sentarme en una banca con tranquilidad, mirar los pájaros y las gentes, y supe cómo dormir sólo 4 horas cada noche.

Poco original, mi tercer universo también se construyó alrededor de sublimes, sólo que sublimes galleta. Y lo quise construir mucho y se demoró en erigirse porque era muchísimo más complejo. (En general, cada universo fue más fabuloso que el anterior.) Ya comía millones de sublimes galleta sin que se hubiera puesta la primera piedra -lo entiendo ahora como un pavor barroco- y para pasarlos me compré proporcionales millones de botellas de dasani citrus. Sin embargo bebí muchísimo menos cerveza, bajé de peso y me volví un sujeto lánguido y locuaz, que no escatimaba en sumergir su cuchara donde pudiera, que empezó a amar la atención de los otros al punto de aceptar el deseo de ser el dueño, el supremo rey de una enorme piscina privada. Quizás fue el más bello de todos.

Ahora mi tercer universo parece haber muerto. A lo menos, languidece imperceptible. Pero el nuevo mundo inminente, no sé dónde queda. ¿Este nuevo mundo existe si quiera? Pero este nuevo mundo ni sé si es mío. ¿Es que quiero un nuevo mundo? Pienso en cambio que pasan los años. Pienso que cuajo poco a poco en el rol del monógamo serial.
















martes, 17 de marzo de 2009

Compro placer
















Confieso que no me siento culpable. Este tiempo -el nuestro- no es más que otra tradición. En él me desempeño, pobre, parcial y goloso. Y jamás conocí otro lugar y quise mucho hacerlo e incluso me dijeron tú naciste en otro lugar, pero yo había nacido en este. Salgo a correr, disfruto de una copa de vino, si tengo suerte beso a alguna mujer. Luego por la noche me rodean ausencias.

Digo que no me siento culpable. Imposto con elocuencia esta vida, entre pájaros con la visión perfecta y mi sangre carmín y mis labios carmín, ambos tentándolos, y otros labios burgundy -mis preferidos- y sus dueñas: mujeres pequeñas detenidas frente a mujeres más altas, ambas con el torso del mismo tamaño (las segundas con las piernas larguísimas). Compro amor: compro sonrisas. Luego por la noche me rodean ausencias.

No me siento culpable. Son fantasmas. ¡Son bárbaros desnudos! Son apariciones o tecnologías gringas: son la última moda en zapatillas. Y mientras me han mirado, esperando la duda, la fatal duda nocturna, yo he ignorado su vigilia. Ignorándolas, he construido una comedia con los ángulos de mi cara, las sombras de sus ojos y las persianas entreabiertas. He ensayado un concierto con cierta estructura y noche.

Acaso es vano el intento: siempre persiste la culpa, la culpa que cierne la dicha como la arena caliente que recorre una mano gangrenada, y con aquella misma dulzura. Entonces siempre con ella las mismas ausencias.






lunes, 16 de marzo de 2009

Un chien andalusia

Alguien dijo esto, en dudoso inglés:

In the presence of deep frustration creativity becomes the mean to breach the gap towards one's expectations, past one's reality. Yet it can never truly be in the absence of wit (as a vector) or aptitude (as its cache).

Ok, mentira, yo me lo inventé. Creo que está mal escrito y no sé qué significa caché, realmente.

domingo, 15 de marzo de 2009

Las personas que observo










Salgo de casa y es un poco tarde, como todas las mañanas. Por eso estoy sudando y camino rápidamente y por eso estoy solamente medio vestido. Tengo la corbata en una mano y la camisa un poco fuera y muchas cosas en la otra mano. Pienso que una mano, cuando apéndice obediente de cierto cuerpo, es algo por lo que se debe agradecer. Pero hoy de mis manos de mierda se escapan continuamente las cosas: corbatas, celulares, botellas y mujeres. Me inclino a recoger la corbata de la vereda ensuciada y siento que por un instante sudo un poco más. Se sale totalmente la camisa por detrás del pantalón. Estoy tarde, recuerdo.

Entonces el carro no está parado en la esquina y confieso que yo lo esperaba. Di la vuelta a la cuadra, caminé dos en dirección a Paul de Beaudiez y llegué a la esquina y el carro no está donde lo esperaba. Empezaron conversando de lejos, hace dos meses cuando los vi, y todo escaló después. Hasta la mañana de ayer. Yo caminaba un poco tarde como todas las mañanas, llevaba la corbata en la mano y la camisa fuera y sudaba, pero decidí acercarme un poco más. Solamente los había visto de lejos y ahora quería verlos de muy cerca.

La primera vez que los vi se sentaban uno en cada asiento. Así como dos amigos se sientan conversando, de repente él sintonizaba algo en la radio, de repente ella se reía. Pero existía cierta tensión y había cierto misterio en el lugar elegido para estacionarse, más aún en la frecuencia con que lo hacían, y como preví con los días la distancia se fue acortando hasta que los pude ver besarse y una semana después vi cómo ella se agachaba, rítmicamente, cuado yo pasaba por la vereda.

Les quería ver las caras. Por eso hoy me acerqué mucho más. Un poco agachado, pegado contra la luna lo vi mirarme, asustado, y vi como ella le besaba el cuello aún ignorando mi presencia. Iba de bajada. Con sus labios le daba pequeños besos en la manzana de Adán que estimo el había dejado de disfrutar porque ahora me miraba a mí, primero con sorpresa, luego con una torcida cara de confusión. Entendí que era oportuno darme la vuelta, lo hice y no volví la mirada hasta que estuve muy lejos y cuando lo hice el auto ya no estaba.




Ahora estoy parado en el mismo lugar donde estaba el auto. Es un espacio vacío en la calzada.







jueves, 12 de marzo de 2009

Chuparte la esencia



Te habría metido la lengua en la garganta, un pulpo, mi presencia que es una corriente absurda con aroma de océano y la espuma blanca que la acompaña, emulsión de todas mis escorias, habrían colmado la tuya. Pero más inteligente que un pulpo, pues sabe mantenerse quieta cuando otro pulpo la explora, tendiendo la trampa, y por un momento los dos pulpos hacen uno solo hasta que este pulpo liquida al otro, le hace un pin, lo tiende en la lona, luego pasa por encima de él y desciende por la garganta tuya, el sólido tobogán hasta tu entraña. En tu entraña encuentra una fauna demasiado triste: animales juegan con tus alegrías enormes y muchos niños hermosos cuidándolos son como ejecutivos de cuenta, y un vasto río de vino mendocino carísimo corre entre las piedras milenarias tintándolas de un álgido granate. Sobre él pasa un suntuoso puente construido con las mejores lozas españolas que soñamos. Mi pulpo le toma fotografías, mide la luz y cambia de lente, administra los parámetros. (Luego serán expuestas en algún salón por la memoria de esta guerra.) Y sin embargo este es sólo un ataque preliminar. La invasión verdadera ocurre cuando este pulpo se retira y se esconde tras los labios del general, mi comandante, corre horizontalmente al Sur en aparente retirada, descansando azarosamente en los recodos de tu cuerpo (entre tus pezones, sobre tu ombligo, como posándose) y aterriza oportunamente sobre Venus. Estimemos que para entonces Venus alcanzó la temperatura ideal del rojo vivo y que aquellas espumas marinas recorrieron tus jóvenes frondas luminosas. Estimemos también como grandioso el amor de este pulpo.




miércoles, 11 de marzo de 2009

Noches de softcore







Ahora estoy adicto a estas mujeres desnudas y al sexo conciliado y seguramente mal remunerado que tienen todas las noches en mi televisor. Tienen sueños y yo ciertamente tengo los míos y como no puedo concretar los míos (y aunque es concebible que ellas tampoco los suyos) al menos paso algún tiempo observándolas concretar los de otros. Porque mis sueños, mis turbios sueños pasionales, no son sujeto de las tramas de estas películas.

Luego el sueño –el otro, nocturno ineludible, ese que también nos lo promete todo pero tampoco nos permite escapar- lo olvido y en silencio, pues bajo el volumen hasta eliminar ese fatal beat pornográfico que me recuerda al techno que ponían en la radio por el 2000, me dispongo a presenciar las escenas de amor. Son aún las once de la noche cuando respiro y enciendo el decodificador que me ha sido forzado por la empresa de cable. Unos minutos después finalmente me masturbo y al rato duermo, anestesiado por la memoria vasta de todas las ausencias constantes.

En otro tiempo, libre de ellas, pienso que ver tele debería ser no pensar en nada. Ver tele debería ser el supremo acto de ocio, la inutilidad pura, la perfecta y putrefacta ceremonia del acarreo externo. Hay momentos cuando no queremos pensar, esos recuerdos ya tuvieron suficiente espacio, tiempo durante el día, y ahora lo que queremos es no pensar en nosotros. Entonces ver tele es la forma de sumirnos en aquella hipnosis tarada que perseguimos. Nos reímos o nos interesamos por nada, un tiempo variable según el gusto, y casi siempre nuestra conciencia se limpia. Es la versión contemporánea de la figura de la confesión: en cambio de gloria recibimos el más confortable vacío (donde me siento tentado a sugerir que son lo mismo).

Pero desde que la empresa de cable me ha forzado este aparato, ya no es así. Hoy y cada noche no paro de ver a estas mujeres, que francamente no son demasiado hermosas. Simplemente están calatas y tiene sexo y eso es sumamente tentador para un hombre cuyos sueños son grandiosos y lejanos. No paro y me sumerjo en esto que convulsiona mi mente, pues me da una probada de lo inasible.

No paro y de tanto seguir aún no recojo Pale fire, que descansa en mi mesa de noche hace una semana. Javier Heraud escribió que su lamparín le permitía reír al lado de Vallejo, ver la luz eterna de Neruda. Era mi idea que por estos días el mío me acompañara mientras vuelvo una y otra vez al Oxford English Dictionary, tan confundido por Nabokov como las otras veces. En cambio, sólamente me sirve para buscar el botón de info en mi nuevo control remoto que aún no sé de memoria para conocer la programación nocturna del flamante canal de calatas.

Y lo peor es que Max Prime no es para siempre. La r-evolución (por no faltar a la tradición) sólo ha traído una cosa buena: aquella que nos engatusaría y pronto nos quitarán.




lunes, 9 de marzo de 2009

Albas de hardcore









Cuando corro no pienso en nada. El aire corta la calle transversalmente, de noche todavía, y yo con el sonambulismo de un trasnochado y en Lima ya no hay beatas como las de La casa de cartón y todas la luces del alba, que son muchas y como ajenas a los tiempos, me desenvuelven. También un señor cojo con la garganta envuelta en una bufanda de lana, el único otro desubicado que corre a las 5 am. Me lo cruzo y han sido suficientes veces: su garganta cubierta y su mirada pequeña, sus ojos duros como semillas y sus pómulos hundidos siempre apuntan a los míos, que se proyectan, exagerados por mis ojeras constantes. Ya nos saludamos, un leve gesto salva el encuentro.











A las 5 y 5 am el mundo tiene muchísimas menos historias, es una mujer que acabas de conocer: fresca y frágil y amable como el jugo de fruta recién hecho. No tiene bigotes y es pequeña y es hermosa, la historia es lejana y los nuevos próceres no la alcanzan todavía: este mundo sabes que no durará. Sigues corriendo mientras piensas en los hombros angostos de esa mujer que es el mundo y que quieres abrazar porque abrazar al mundo a través de los hombros de una mujer es una figura hermosa. Mas pronto amanece y ella parte para siempre, defenestrada, y el mundo ya es otro, otro cada noche corrupto al alba del día.

Cuando corro no pienso en nada y ese no pensar en nada es la mejor parte de mi día. Algo de 5 km y un vacío frío mientras subo por Pezet, calle a la que no le tengo mayor aprecio pero que con algún método misterioso ha logrado convertirse en el único lugar donde dije te amo. Dos veces. No pienso en todo lo que me pesa. Ya amaneció cuando entiendo que no hay nada más reparador que el ocio. Podría atropellarme un auto. Ando por la pista seguro y si me atropellara un auto, si un auto se desviara y tomara el camino que lo condujera hasta mí, acaso no me movería. Sería un final alegre: con la presencia de esa mujer -el mundo- que ya se esfumó.







domingo, 8 de marzo de 2009

No me gusta jugar (en general)





JP quiso ser piloto de avión. A quiso ser antropóloga. M quiso ser ama de casa. L quiso ser Miss Perú. La hermana de L quiso ser infladora de llantas de bicicleta. C quiso ser futbolista. R quiso ser Bruce Willis (no sabemos si por Demi Moore o por Die Hard). G quiso ser cantante de salsa. X quiso ser gimnasta. J quiso ser una integrante de Rage Against the Machine. P quiso ser el empleado del mes del McDonalds. D quiso ser profesora y O (que es mujer) quiso ser el cazador de cocodrilos.

Para mí ya era tarde cuando noté que no era capaz de entusiasmarme con nada. Las «instituciones» fueron tales en mi vida que me despojaron de toda capacidad de sentir pertenencia; me desalentaron, mostrándome sus agujeros y sus vacíos, repletas de desgano y poco espíritu, cómo eran crueles y arbitrarias e impostadas e imposibles para mí. La familia, la amistad, el colegio. Las cosas me sucedieron de tal manera que nunca me sentí parte de ellas. Hoy casi me siento parte de nada. Hoy no quepo en nada. Y por lo mismo no me proyecto en nada.

Yo nunca quise ser alguien. O nunca quise salvo dos veces y con muchísima duda. Nunca quiero ser algo. Pocas veces quiero poseer algo (alguien). Nunca he querido tener a alguien salvo dos veces y con muchísimo miedo. Me parece inconcebible caber en un rol y cuando, de pronto, me doy cuenta que estoy tentando alguno, se desmorona a mi alrededor.

En medio de la angustia puedo tener un irracional ataque de alegría y de pronto quiero ser mucho, cualquier cosa, todo al mismo tiempo: físico, actor, biólogo, comediante, director de cine, poeta miserable, hombre enamorado, novelista, artista visual, presentador de televisión, diseñador de modas, presidente, filósofo, dueño de una piscina. En cada careta me siento instantáneamente realizado, logrado en cada rol; pero al rato en todos inevitablemente, final y fatalmente inadecuado, solo, cómico, irremediable.




Hoy me siento incapaz de concretar cualquier identidad. Por eso actúo como un recolector: un wetex harto de escoria y de miel. Cada faceta que luzco es la versión torcida de la impresión hecha en mí por aquellos que me alcanzaron.









jueves, 5 de marzo de 2009

Ser y no ser la barbie








Ella me dijo Claro, de eso se trata, ¿si no cuál es el chiste? Pero yo no tenía la más puta idea, y yo había jugado con cientos de muñecos y cientos de veces. Siempre me aburrí y así dejé rápidamente los juguetes por los libros y por eso cuando nunca había ido al colegio ya sabía quienes eran, tan lejanos, Siddharta y Pipino, el Breve. Yo había sido un niño que jugó por inercia durante años y jamás lo supo. Así como un adulto que es un adulto simplemente porque debe serlo, y trabaja y es serio y se ríe cuando es aceptable reírse y dice lo que es aceptable decir, yo era un niño que jugaba porque los niños juegan.

Tuve que aprender hoy que cuando uno juega, uno es parte de lo que juega. Ahora pienso que en eso habría estado todo el placer: en el acto de proyección. Me explicó La barbie no tiene personalidad, la barbie eres tú. La barbie recoge tu estilo y se convierte en ti, sólo que es más flaca, más bonita y rubia. Me quedé huevón. Es por eso que hay tantas barbies, por eso tantos accesorios... [risas] en cambio a ustedes les dan un sólo muñeco asesino y todos están contentos. Yo no me había sorprendido tanto en mucho tiempo. No pude evitar reírme, sonreírme, deslumbrarme. No había sabido que cuando cogí ese caballero del zodiaco que me regaló mi papá por navidad debía ser yo quien derrotara al caballero de Virgo de mi hermano, yo y no Seiya.





miércoles, 4 de marzo de 2009

Desnudar la estatua








Es posible trazar perfiles con negaciones. A veces me parece mucho más cierto describir a alguien por lo que no es. Distinto a como se ensamblan los Legos a los 7 años, distinto a como se tornea la arcilla en esa escena de Ghost, le damos forma a un boceto nuestro de aquella identidad. Como pelando una cebolla, selectivamente, eligiendo las secciones a retirar, podemos delinear sus rasgos tratando de arrancar elementos que no comparten con el resto. Limitados por un mismo molde bruto (y por la percepción heterogénea de este molde, tan disímil de persona en persona) el resultado es espantosamente ambiguo, subjetivo al punto que no pueden de él asumirse juicios cualesquiera. También es muchísimo menos práctico y, sin embargo, ocurre que a veces no tenemos otra opción.

Por ejemplo:

- Me encanta.

- ¿Cómo es?

- No sé... Es increíble... es que en verdad no la conozco tanto... no la entiendo mucho. Pero no habla huevadas. No mira a los ojos. No tiene facebook ni messenger, no le gustan esas cosas. No tiene tetas. No dice nada. No sé qué estudia. No le gusta chupar. Tampoco se dónde vive. Nunca ha estado con nadie. Ni tiene DNI. Nunca le he hablado... pero es demasiado... ¡me encanta!







martes, 3 de marzo de 2009

Alejandra, Vogue, cuerpos










Estaba oyendo poco una presentación y me provocó recoger la Vogue que había sobre la mesa y ojearla. Después de todo eran mujeres bonitas en ropa bonita: supuse que podría pasar el tiempo con eso. Supuse que ojear una Vogue podría hacerme contento unos minutos. Nunca había ojeado una Vogue y la ojeé detenidamente, como de repente nunca lo vuelva a hacer, y traté de reconocer las tendencias de las que siempre hablamos aquí. Me detuve sobre todo en la ropa de estas mujeres -en su mayor parte diseñada por hombres-, en sus piernas y en sus ojos. Al rato me sentí como leyendo una Playboy, encontré que la revista era un collage de fotos de chicas lindas y artículos sobre el escritor más hip de la escena newyorkina. Creí que The devil wears Prada no era una película tan descabellada.

Estaba oyendo realmente poco, hacía calor y habían pasado demasiadas horas. En general siento que siempre han pasado demasiadas horas, constantemente, en todas las situaciones siempre han pasado demasiadas horas. El pasado siempre es inmenso y terrible, detallado, destellante, feroz, artero, es un rompecabezas con piezas agregadas de valor que lo contiene todo, todo, todo. Y no hay cómo volver a él y eso es todavía más terrible: saber que no podemos resarcir lo terrible.

Seguía oyendo poco y cuando terminé con la Vogue recogí un especial de Cosas. Parecía ser más de lo mismo pero no lo era porque cerca del medio encontré un artículo sobre Eielson y su propensión, que yo desconocía, a expresarse con telas y nudos, luces, formas y más nudos. Me gusta Eielson y quiero conocer Milán. Hay tardes cuando quiero mutar de ingeniero en John Galliano.







domingo, 1 de marzo de 2009

Depilación pública



Normalmente escribo enmarañado, como una madreselva y hasta buscando construir una mímica de su aroma. En cambio este pretende ser un relato llano y confesional, porque he pasado un fin de semana llano y solitario y he pensado mucho y leído más. Que no es lo común: normalmente paso horas con un libro en las manos y pienso con el libro en las manos muchísimo más de lo que leo de él. Habitualmente pienso por horas en sexo explícito, también en mujeres específicas a las que me gustaría besar con toda la ternura de la que soy capaz, de pronto decirles te quiero –que no sería una mentira- y luego ir a la cama con ellas. O al sofá. Últimamente también al sauna, si disponemos de él. Ocasionalmente a la ducha, pero no si son chatas. Con las chatas son preferibles los ámbitos que no exaltan la diferencia de estatura: por ejemplo la cama, el sofá, el sauna, etc. Con las chatas también es preferible el sexo oral.

En fin, me sentía abrumado y me siento, me sentí vacío y por eso hace unas horas rechacé hostilmente la invitación de mi madre para ir a visitar a la clínica a mi nonna, que se encuentra bastante tibia. La nonna es la hija de dos inmigrantes italianos, que con los años, la enfermedad y la desidia ha pasado de ser una mujer firme –casi un motor- a ser una nebulosa incomunicada. Me he sentido inmediatamente una mierda con mi madre por no querer visitar a quien sucesivamente es su madre y ella quiere y está bastante tibia y he querido pedirle perdón pero ya se ha ido y ahora debo cargar con eso, aunque la verdad no es tanta carga y pronto lo olvidaré. Rechacé su invitación porque me siento abrumado y vacío, como decía, y entonces realmente no quiero hablar con nadie, ni ser bueno ni cariñoso ni atento con nadie, lo que ayuda a olvidar responsabilidades. Quizás iré mañana.

Decía también que leí mucho y lo que hice específicamente fue terminar de leer For whom the bell tolls, que ya había empezado dos veces antes, durante el 2008, y que no sugiero sea un libro complicado y por eso me haya demorado en acabarlo, y en cambio sí uno muy compasivo y hondo. Es sólo que entre el trabajo, la universidad y el amor no pude concentrarme nunca durante el 2008, ni siquiera un puto minuto. No escribí ni leí, ni aprendí nada nuevo. Entonces he pasado todo el fin de semana, salvo aquellos momentos en que me escape hasta la orilla del mar, nocturno yo, a mear la orina transparente que me procuraba el vino rojo, leyendo, pensando. Y me detuve muchos minutos sobre las frases de Robert Jordan, aún lo hice cuando meaba en la orilla oscura, sobre la espuma amarillenta, y pensaba en paralelo qué apacible y fría y detenida estaría una fotografía de esta portentosa, negra, fétida isla que se yergue en medio de la noche, 700 metros mar adentro. Me impresionab la dicotomía constante de los sentimientos de Robert Jordan, el contraste entre su racionalidad gélida y su vulnerabilidad ante la bronceada, bella María.

La segunda noche, el sábado, solo por segunda vez luego de la media noche y por decisión propia, dispuse jugar. Había pensado antes en Robert Jordan y en cómo Robert Jordan había dicho que no importaba que sólo hubiera durado 3 días, que al menos él lo había tenido y la mayoría no. Pensé que yo no lo había tenido pero lo había sentido, 5 años atrás, y supe que al menos eso era mi ganancia. Así dispuse jugar, porque comprendí súbitamente que si bien en ocasiones yo me sentía vacío de algo o alguien específico, eso era pura ilusión: mi vacío era mas bien vago, amplio y por eso mismo contundente y total. Y el juego, que buscaba mi purificación, mi simplificación, mi reestructuración, lo exaltaría y eso, aunque se sintiera apabullante y triste, no lo sería para siempre. Y para jugar fui directamente a la despensa y el único juguete que encontré fue una tijera metálica.

Ahora me siento sumamente lejos, pero sé que no lo aparento. Soy como nunca un depilado hombre, lánguido, nuevo niño.







jueves, 26 de febrero de 2009

La pringosa y sensual búsqueda de la unicidad








Las noches más calurosas, cuando llego a mi casa y me desvisto y canto y todavía sudo y soy un cuerpo, parlante de pretensiones escandalosas, cuando estoy completamente calato o asqueado de mí y de mí contemplación perpetua, entonces no puedo salvo creer que todas las historias -entendidas como la concatenación de episodios con sentido o sin él- consisten de pura ilusión: la mía, enarbolada, arrojada a trepar una hiedra (no a ser la hiedra en si misma) por la incierta pero fatal estrella de lo contento.





martes, 24 de febrero de 2009

El baño de mujeres

Oigo a penas lo que murmuran. Pegado a la pared, muy cerca, como asido a la luna de un rascacielos y con ese precioso terror, soy Spiderman yendo a rescatar a Kirsten Dunst de un malvado galán (porque cualquier MJ no puede ser: me cago en cualquier otra), ese que podría follársela primero y enamorarla por siempre. De tal modo casi distingo sus frases. ¿Hablan de mí? ¿De qué hablan? ¡Ay, secreta logia, imposible y perversa! Que me destruye -que nos deconstruye-, que trama y actúa. Secreta logia de hembras que controla el universo y que debemos hundir a toda costa, y que me matará, ciertamente, y que ya no oigo mascullar a través de la delgada pared que divide los baños…

El otro día hablábamos. Y yo la vi y ella me vio y hablábamos. Sólo que no hablábamos. No hablamos. Y yo la vi y ella me vio y todo esto se trata, francamente, no de hablar sino de caminar o andar o bailar o reír o tocarse y nada más. Entonces está bien. Nada más que de esta calle y de historias y bueno, un poco de la música que se oiga detrás.




Me pego –me apego- y oigo sus coloquios, sus maquinaciones y sus secretos. A veces estoy confundido y no puedo despegarme de esta pared. Estoy pegado contra la pared como un caracol, y trepo hasta un lugar sideral donde hablan de mí y de ti, nos juzgan y nos aman. Trepo por una pared, hacia arriba, hacia otro lugar muy alto, pero de pronto me deslizo. Y caigo en el mismo punto. Y no es un llano sino risa y no logro levantarme y no puedo oírlas más. ¿Hablan de mí? ¿De qué hablan?...

Y cuando la vi supe que ella sabía que yo lo sabía. Y pensé que podía ser benévola conmigo. Y cuando me vio, muy cerca, no dijo nada y yo no supe que decir y no dijimos nada. Esto, en si mismo, no era raro: era raro que a pesar de no tener nada que decir simplemente no me disgustara. Porque no todos tenemos la mirada pájara y no todos somos el mismo más de un número de horas. Entonces deduje que nos habíamos visto de verdad (lo que es decir muchísimo).