martes, 27 de febrero de 2007

La tormenta de arena (ensayo de un egocentrismo súbito)

Cuando logro empujarme, envuelto en un trance, a través de caminos que me alejan de las rutas que más frecuento, reparo en la tensión que me comienza a rodear. Inclusive en este desierto –que claro: se compone de fachadas, autos estacionados, floripondios que cuelgan, terrazas envueltas por rejas, rayas intermitentes en la calzada– hay una batalla terrible en espera, un ping-pong sensual de frecuencia infinita, una convergencia o interposición de afluencias sombrías.

La arena, incompresible y granulada, está inmóvil, pero sobre el borde mismo de su límite físico; el aire está ido, su siesta es falsa, y su peso entero se posa, con sus 30 kilómetros de panza, sobre el suelo con una densidad y un bochorno.

Luego me digo “No es posible este aguante.” Y pienso que llegará un momento cuando ambos ejércitos se viertan a través de la frágil frontera. De pronto casi veo los remolinos de arena volando encendidos y amplios ríos de aire penetrando el suelo como lombrices formidables. Así, de cuando en cuando, súbitamente parece que no hay cielo y no hay tierra.

Pero todo resulta ser un ensueño, y se desvanece rápido, y termino de andar por aquel tramo de páramo urbano sin presenciar ningún duelo. Solamente yo he acabado agotado; sólo yo parezco haber luchado y perdido. Luego desenfoco los ojos y los pongo en el cielo.

Talvez los escenarios donde caigo o acabo no son en realidad siempre drásticos como los encuentro. No aguantarían perpetuamente tales rigores. Acaso existe un mundo preparado solamente para mí.

Una tesis: todos los parajes consisten de treguas previstas que se desatan en escaramuzas y súbitas ráfagas de signos cuando por ellos transito.

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