miércoles, 16 de julio de 2008

El fernet y la pianista (o historia subjetiva del lado de mi madre)

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“Hablaba cuatro idiomas sin problemas, pero su perro la obedecía solamente en húngaro y desde los altos.”

Hoy no es solamente pensar en su piano que no oí sino en una vida retirada de mis anteriores, compuesta de partes que quiero y de otras que no. Y mientras sorbo la fosca sangre que es mía también, y amarga, pensar que desciendo tanto de barcos como del intestino de este vegetal enorme con facultades raras y generosas, y que fueran los 40: al sur un pueblo sencillo, unos tiempos casi rurales de campo que penetró en la plaza con su polvo y sus animales, como una ciudad que penetra en el campo con su polvo y sus curas múltiplemente tíos, sus tíos extensamente curas:

“El día que el santo padre autorice el matrimonio yo seré el primer ciervo que cumpla su mandato.”

Las casas podían ser chacras y te cortabas el dedo, para eso estaba el alambique con sus alcoholes perennes. Las reglas eran otras también como por ejemplo 1. Amar a la monogamia por sobre todas las cosas y 2. No confundir la moral con la gula como hacen los santurrones. Después la economía llegó del norte con su olor de harina con pescado –otro sorbo de sangre: otra mueca– y las luchas a cuchillo porque los borrachos son como bebés.

Finalmente, sin pocas omisiones, Lima, unos 30 años, la universidad Católica y habría de plantarse un jardín, un arbusto, algunas flores entre las que me paro tambaleante para considerar al detalle todas las mañanas grises o fucsias y todos los días cortos e injustos desde que esta escaramuza se inició: hoy entre la niebla el mismo cíclope aún puja estreñido sus rayos. Entonces me siento pleno y puedo aseverar con respaldo de ninguna sociedad de astronomía que faltan 10 000 generaciones para que se convierta en un gigante emborrachado se decida y finalmente nos engulla confundido (como las palomas que se dan en las lunas o las hormigas que paran ante la tiza). Además, por un hervor súbito de glóbulos, logro enseguida deducir que nuestra sangre es vino, y que por esta señal de un alma positivamente belicosa, le terminaremos clavando un cincel cósmico en el ojo o bien en una de sus manchas oscuras.

2

Algunas horas más tarde –al acordarme del tema–, y sentado a la sombra de nuestras nubes engomadas, pienso sin zapatos que todavía no imagino las notas de ese piano y menos sus canciones.

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