lunes, 11 de agosto de 2008

Esparcimiento urbano

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No con tanta frecuencia, pienso en las distintas formas de las que disponemos para morir. Normalmente divago un rato, incapaz como soy de seguir sobre un tema si gozo del espacio y el sosiego para entretejer. Después llanamente las considero, como si estuviera en una tienda y todas allí, sobre el mostrador para elegir. Como si eligiera un chocolate, mi voluptuoso placer para el camino: no porque la tome a la ligera sino porque creo que nada en la vida debe elegirse con más seriedad que la ninguna seriedad contenida en el rápido juego con que se elije un chocolate para comer andando por la vereda. Sea verano o invierno; sea Lima, el desierto o la playa.

Lo estúpido es que aún viviendo con esta premisa demoro horas en la desiciones más simples: no puedo elegir entre agua o café, no puedo hacer una llamada, no puedo levantarme de una silla, no me animo a contar una historia ni a gritar por la ventana de un piso 22 todo lo que podría gritar. Todo lo hago tarde. Luego cambio de opiniones continuamente, dejo de entender…

¿Y entonces cuál muerte elegiría? De algún modo yo creo que una muerte urbana, una que a comienzos del siglo 20 hubiera escenificado en un malecón, que alrededor de 1960 quizás en una plaza y que hoy no se realmente dónde poner, porque no me identifico en ningún icono moderno de esta ciudad. Pero allí una clave: lo que me importa es el lugar y no la forma. Quizás lo mejor sería una muerte en casa. Siempre le digo a mi madre: si un día muero que sea en mi cama. Luego que me cremen y me jalen por el water. Así los dos estamos contentos: algo de mi se queda en Lima y algo se va al mar, como tu querrías. Medio en broma, medio con susto me responde: ya cállate, no digas huevadas. Pero yo no bromeo.

Hace un mes o dos viví las peores dos semanas de mi vida. Me encontré un bulto y supe que iba a morir. Planeé meticulosamente todo: me descubrirían un cáncer terminal y no habría solución y yo estaría completamente jodido, pero guardaría la compostura: no diría nada y cuando menos lo esperaran, unos meses después, me suicidaría de la forma menos grotesca a mi alcance. Siempre le digo a mi madre: si un día me da cáncer terminal, me quedo ciego o pierdo las bolas, aléjame de las pistolas y los cuchillos. Responde lo mismo: ya cállate, no digas huevadas. Pero no se si bromeo.

Sin embargo, esto no quiere decir también que hace dos meses o uno viví las más interesantes e intensas dos semanas de mi vida, hasta que fui al doctor y estuve completamente sano y de la nada todo regresó a la normalidad. Como si en un momento corrieras del gas mostaza por una trinchera, lejos de cualquier máscara, y de súbito este se convirtiera en el humito rosado de las fiestas cuando éramos chicos.

Otras veces, que no me detengo en la metáfora de los chocolates en el mostrador de la bodega, pienso en las muertes familiares. En el tío que escondió el cáncer y murió muy rápido, en el abuelo del ataque al corazón que no conocí, en el primo de la moto en la madrugada. Y no importa si tomo el camino de los chocolates o este de la familia u otro, en todos los casos, al final inevitablemente termino llegando a lo que realmente me jode (me preocupa): no cuál sería la forma más dolorosa de morir, sino cual sería las más vergonzosa.

Hoy iba por la Javier Prado y vi pasar una ambulancia por el carril derecho, la sirena encendida, el conductor gritando. Eran las 8 y 40 de la noche sobre el puente que pasa por encima del zanjón, lloviznaba sutilmente y en el tráfico detenido yo pensé que él, el paciente, estaba jodido. Se me ocurrió inmediatamente que nada me aterraba más que morir en público; que, por ejemplo, tener un ataque al corazón en el cine, en la universidad, en una avenida. Estar allí tirado, quizás un poco desnudo, la gente alrededor... poco me parece más terrible que eso.

Hace 4 años en Cuzco, mientras esperaba al doctor que me llevaría a la clínica donde me curarían la neumonía que me tenía de color verde y azul, acepté escéptico un tratamiento alternativo de la dueña del hostal donde me quedaba. Asustada, al verme postrado en la cama sin haberme bañado en dos días, tosiendo, me dijo algo como: papacito, tenemos que ayudarte EN ESTE MOMENTO. Yo pensé, completamente resignado a mi condición de enfermo inmóvil: bueno, está bien. Luego ella y su hija, tras unos rápidos preparativos, me desnudaron el torso y los pies. Con un líquido semejante al alcohol, quizás un aguardiente, empezaron a hacerme masajes; la señora en el torso, la hija en los pies. Musitaban algo repetitivo y yo me quedé totalmente dormido hasta que llegó el doctor, débil y arrullado.

El doctor dispuso que debían evacuarme de emergencia. Trepé duramente la escalera y salimos en auto por las calles angostas de San Blas. Un amigo tuvo que bajarse del carro a gritar: ¡enfermo! ¡hay un enfermo! para que todos los carros retrocedieran y nos dieran el paso. Yo iba en la parte de atrás del taxi, acurrucado y echado envuelto en mi casaca, y mientras pasaba por el cruce entre una de las calles que descienden la cuesta (por la que íbamos) y una de las que corren paralelas a ella, en un momento en que se detuvo el auto, pude ver la mirada sorprendida de dos turistas y un cuzqueño, parados en la calle, viendo mi mirada más sorprendida de enfermo avergonzado que los descubría observándolo.

Pero antes de irme a la clínica y no volver hasta el siguiente año para volver a quedarme en su casa, la señora me dijo al oído, tocándome con la mano el lado izquierdo del pecho, cuando nadie más la escuchó: vas a estar bien esta vez hijito, pero estás enfermo del corazón. Nunca supe y aún no descifro si se refería a una dolencia física o emocional. En ocasiones siento una ligera presión en ese lado del pecho y esos días camino con una levedad que me impresiona.

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