lunes, 18 de agosto de 2008

La reparación

Días me había despertado lleno de picadas. Mi pecho y mi barriga ardían y sólo me calmaba el agua muy helada.

Una tarde encontré el primer monstruo entre mis sábanas. Otro rampeando bajo una ruma de libros. Era un negro avatar precioso y largo de la muerte: su cuerpo delgado, cascarudo… fétido. Al final de su cola en una tenaza ligera, o en su dentición enana, supuse la razón de mis problemas.

Con los días supongo que la colonia creció y cada madrugada se hartaba de mi carne. Ante el espejo, desnudo, empecé a cobrar la apariencia moteada de un enfermo. Desesperado escudriñé todos los posibles escondites, no encontraba rastro o indicio. En los lugares donde me habían alcanzado, mi piel se quebraba con pequeñas ampollas. Mis vigías pasaban terribles; yo leía y soportaba pesadillas.

Pero una noche, echado a lo largo de mi cama, adiviné una cavidad en el corazón de mi lámpara de noche. Lancé en seguida contra la pared la esfera y desde una raja se abrió como una fruta vetusta: emergió de su interior el rojo aroma del nido. Yo examiné espeluznado el núcleo descubierto. Eran miles.

Detectando una mirada, las mandíbulas en conjunto se cerraban, expuestas. La colonia estaba fecunda y ahíta de mi sangre. Por un instante tuve la inmediata urgencia de devorarla entera, ganarles en su juego y morir.

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