martes, 21 de abril de 2009

Acerca de la limpieza









Odio ver comer a todos. Odio el olor de la comida ajena, sus vapores, los ruidos y los ademanes de ellos que la consumen mientras lo hacen, porque nunca son más sucios, ni cuando hablan. Odio ver comer a mi tía, a mi hermano, a mi nonna y a mis amigos. Lo odio porque nunca como entonces son tan simples, tan reales y menospreciables. Odio compartir la mesa con ellos y a veces, acumulada la fórmula de sus hedores en mi mente, odio que vivamos en el mismo espacio y espero, rezo porque se repita entre nosotros aquello de La Torre de Babel.

Odio la vejez. Mi nonna se ha vuelto un trapo sucio y sabio y repugnante y cada día mi mamá es un trapo más sucio y más sabio y antes de que lo pueda evitar yo también seré un trapo sucio, sucio de miel o de escoria o de Inca Kola (no lo sabré), y encima sabio. Pero yo no quiero ser ni un trapo sucio ni un sabio: yo sólo quiero ser un no-trapo: cualquier imbécil límpido y aventurero. Seguramente, dentro de muchos breves años, y ya trapo, aquellos que me quieran me alejarán de pistolas, puentes y terrazas y empiezo a aceptar que quizás no pueda hacer nada al respecto.

Odio comunicarme y odio esta computadora. Odio la ausencia de ternura y sexo oral en mi vida cotidiana. Odio a mis amigas cuando no me contestan el teléfono. Odio la economía de mercado y también la economía social de mercado. Odio querer hablar con alguien y no poder y lamento la proliferación en la ciudad de todos aquellos con los que jamás podré entenderme. Son un ejército gigantesco, un enjambre fabuloso de termitas mucho más inclinadas al éxito reproductivo que yo y quisiera derrotarlas, en inferioridad de números, con la misma gracia perfecta con que Napoleón derrotó a Alejandro I en Austerlitz. Esta batalla conforma mi vida, ya lo supe, y, lo sé también, es mi Waterloo.

Odio la risa que nace de un chiste propio. Odio a cada idiota que cree que comparto su humor y no comprendo a aquellos que comparten el mío. Yo soy nadie y ellos también y observándolos reír, tras el pelícano movimiento de mis labios, mis hombros, mi dúctil cintura, no puedo evitar sentir la dulce tentación del amor y la fama, en ese instante no tan distantes, y así los odio un poco menos a pesar de todo mi sentido común y en contra de aquel instinto innombrable, cetrino y asesino y maldito, que podría salvarme del olvido.

Odio La vida exagerada de Martín Romaña y odio a los turistas que observé hoy preguntando, en un castellano boricua y canchero, si les correspondía obtener un refill de su gaseosa en el McDonald’s. Siento que de algún modo son odios muy similares. No entiendo los Sonetos de Orfeo. Odio la noción de dirección y sentido que parece regir o no regir -en flagrante oposición- nuestras vidas y ciudades y lecturas. Pero no propongo aquello milagroso y distinto. No sé nada de esto y sólo quisiera vivir en un orbe gigantesco y espejado y claro que nos contenga a todos, dormidos e ilusos, soñando un sueño conjunto donde el rey sea un gnóstico hippie o a lo mejor el mismo Claudio Ptolomeo.

Odio profundamente las distancias que nos separan.












1 comentario:

Unknown dijo...

yo odio el aliento ajeno. odio sentir la respiración de cualquier persona cerca de mi. solo hay una respiración aceptable en el mundo a parte de la de uno mismo, y para eso se tiene que estar enamorado o bien arrecho.