lunes, 6 de abril de 2009

San Gabriel






Caminé por toda la vereda, toda hasta el ubicuo final de ella, a través de los árboles y escabrosamente bajo el vuelo ciego de los escarabajos que viven en las acequias que rodean el club de golf. Se oscurecía la tarde bajo cada árbol y tras cada edificio, rítmicamente. Todo el tiempo estuve seguro de todo, de que todo era lo que era y de que yo sabía lo que aquello era, seguro de mi tristeza y seguro de mi alegría y seguro de repudiar ciertos miembros de mi cuerpo y otros de mi familia, convencido de amar a las mujeres y al sexo oral y a los besos, contento de saber leer y disgustado con la tentación de escribir.

Me detuve donde se cruzan Pezet y Camino Real y donde al tiempo que parece inaugurarse la civilización, como con el carraspeo afilado y juicioso que puede volvernos a la realidad en una sala de cine, uno intuye que está perdiendo aquella presunción de tranquilidad, que por un instante ya no es libre entre los espejos incisivos de los edificios muy altos -pero completamente pequeños- y que por otro desea a las mujeres caminando a ritmos ululantes y acepta la tentación ahora tangible y abrupta y alegre de meter mucha plata en el banco para seducirlas sistemáticamente, andar con ellas, las más traicioneras y felices amantes, y que su maquillaje sea MAC y que sus computadoras también.

Llegué al final de la vereda y estaba absolutamente envuelto por la música de Nick Cave y tenía la boca llena de cerdas: cerdas de un cepillo de dientes que en honra a la eficiencia en el gasto compré a 2 x 1 en la farmacia más próxima. Mientras lavaba mis dientes, mi rápida lengua, se habían esparcido en mi boca, liberadas de un cepillo efectivamente defectuoso, lacerando mis encías y coloreando mi sonrisa con trazos aguados de rojo. Yo las ignoraba y no paraban de aparecer, ahora, surgiendo de entre mis dientes como insidiosa paja. (Aquello que nos limpia también incide en nosotros.) Pero yo las ignoraba. Parado sobre la esquina giré, utilicé la pierna derecha como pivote, me deslicé sobre el taco de mis zapatillas negras, acabé mirando el edificio que se encuentra sobre la orilla opuesta de la pista. Curioso dato: he visto ya la muerte en ese margen.

Fue en 1998, calculo, y eran las 7 am de una mañana de octubre y yo llegaba trepado en la camioneta que nos llevaba al colegio y nos deteníamos frente a este edificio para recoger a Carolina y a Vicho, los dos hermanos brasileros. Inmediatamente después de parar escuchamos un delicado grito y luego el cuerpo de una mujer estaba descalabrado sobre el suelo de laja de la entrada. Había caído del cielo o desde el piso 17 y al momento que tocó el suelo, oh práctico dominó, mi termo de agua cayó sobre el suelo de la camioneta y empezó a mojar mis zapatos.

Yo vi ese cuerpo y en este tiempo pensaba en mis dientes mientras veía la construcción y sus 17 pisos y recordaba al cuerpo y veía otra vez ese cuerpo limpio, perfectamente limpio, puro y pensaba en mis dientes, un momento, luego en ese cuerpo roto, quebrado sobre un escalón de laja y que estaba siendo cubierto con una sábana celeste y de entre cuyas pierna corría un viscoso hilo de sangre: tal como el hilo que había corrido entre mis encías.

Detenido, en ese momento se me acercó de súbito una anciana.

Señor, disculpe… estoy buscando una dirección... ¿usted sabe cual es la primera cuadra de Pezet?

Esta señora.

¿Esta no es San Gabriel?

Creo que es Pezet.

No señor, esta es San Gabriel: yo vivía acá hace 40 años.










Más allá de la tierra de formas, todo fue otra cosa, todo se ensucia y tú eres lo que acaece, siempre empapado de gloria.




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