jueves, 15 de mayo de 2008

Desde mis nonnos hasta viejos muros de piedra

Hay un lugar antiguo donde el nuevo Papa está empotrado como un nuevo brujo enmarcado en la pared y quizás es la confianza en una vejez placentera. Allí me alimento en las tardes cuando el sol se cansa, cuando la estrella descansa, se recuesta y el cielo se opaca, un poco blando, y el aire brilla entre los rumores de nubes trashumantes o de pájaros.

Allí me explayo sobre la mesa servida y masco el anca menuda del cuy (un tierno diablo puesto al fuego). Allí agito en mi boca su carne, la vuelvo y la aplasto, la muelo en un ademán rítmico, en una matanza ritual.

Es una vida detenida, de ritmos diarios y análogas órdenes. Es una vida de a pocos litúrgica. Hay una noche, pero una noche que llega temprano con centella en los ojos, desde la memoria de una sociedad quebrantada y el tiempo acumulado de los sueños antiguos.

Hubo allí un loro que hablaba (lo recuerdo vagamente). El nonno lo retaba con sus dedos. No tenía cabeza y yo me asombraba de su penacho tieso, su esqueleto duro y su canto roído. Penetró fácilmente aquella época con su crepitar relojero y su timbre espantoso. Finalmente un día descubrí su mentira, su íntima procedencia.

Con la misma treta, antes de él las piedras me hablaron. Eran emisarias de una bestia, desde una cuna celeste y lejana; eran de innumerables gritos o chasquidos. Luego murieron también. Han dejado aquellos cementerios enormes en mí que hoy llamo montañas o ríos con la misma alegre complacencia que las ratas presentan para habitar las cloacas.

Allí, en ese lugar, todo parece haberse perdido. Yo, ajeno, asisto igual. Creo tener raíces en ese tiempo dolorido y me identifico con sus hazañas.

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