lunes, 22 de diciembre de 2008

El mundo es abierto. La belleza es abierta. El ritmo es abierto. La noche es abierta.‏

















Bajo ella, este mar es el mío. Viéndolo desde el balcón, amo esta tarde frígida como sólo se ama a lo que siempre puede traicionarnos y persistentemente lo hace: desesperadamente. Este es un diciembre como cualquier otro porque estoy solo, porque hace sol y porque ando y ando, ando y giro al ritmo de mis pasos por la ciudad, me enrollo, me embrollo y vuelvo inevitablemente a casa, en ocasiones sin recordar cómo.

Hoy extraño a la neblina como a la bruma desde una vagina. Así son los placeres perdidos, cadenciosos e inasibles, y ese es el límite de mi esperanza. El día me parece sosegado y hasta contento cuando miro otra vez el mar, cuando levanto la mirada después de ver mis pies, mis sandalias viejas y miro la playa donde se asolea un perro y el mar donde se baña un gordo pomposo y velando todo eso, identifico entre mi balcón y ellos una glorieta anacrónica y huachafa sentada sobre el malecón roído. Así puedo, de pronto, olvidar todo lo que tragué anoche, o quizás, peor aún: todo lo que concedí anoche.

Visito hoy la casa de unos primos después de muchos años. Me he puesto una camisa demasiado pequeña, un pantalón demasiado estrecho y he ingresado orgulloso por su puerta (que es la misma de siempre, literalmente la misma puerta para entrar al mismo lugar). La casa es de madera y antigua y muy alta y está muy cerca del mar. Huele a musgo y está iluminada con tristeza. Después del postre me he escabullido al segundo piso. Camino entre las piezas, conectadas como si fueran un queso por aberturas que parecen poros o burbujas y que guardan dentro de ellas hálitos de estupidez ajena.

Mi tío fue contador hasta que se retiró y pasó a ser una estatua. Mantiene su escritorio. Entro en él y están arrumados los papeles viejos, al lado su máquina de escribir, un manual didáctico sobre el sistema nacional de pensiones y una calculadora que es más ábaco que calculadora. Me he sentado y he recogido uno de sus lápices y lo he tajado completamente, hasta quedar solo con el metal en la mano. Giro la manivela del tajador atornillado a la mesa y el giro y la madera hecha viruta me complacen. Después reviso sus cajones. Entre sus papales hallo lo más insólito: un Nintendo DS color Barbie. Lo enciendo, el juego puesto es Castlevania. Juego por una hora y por esa hora lo olvido todo.

De pronto me llama mi tía desde el primer piso. Despierto, guardo el aparato, ordeno todo. Mientras bajo las escaleras, pienso que en un momento que no supe reconocer, muchos años atrás, dejé de jugar con juegos para empezar a jugar con mi vida.






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