jueves, 30 de octubre de 2008

Momento holgado


Siempre me asombró este fragmento de las primeras páginas de La Peste:


El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra ciudad, por efecto del clima, todo ello se hace igual, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan principalmente, según propia expresión, de hacer negocios. Naturalmente, también les gustan las expansiones simples: las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los placeres para el sábado después de mediodía y el domingo, procurando los otros días de la semana hacer mucho dinero. Por las tardes, cuando dejan sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean por un determinado bulevar o se asoman al balcón. Los deseos de la gente joven son violentos y breves, mientras que los vicios de los mayores no exceden de las francachelas, los banquetes de camaradería y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas. Se dirá, sin duda, que nada de esto es particular de nuestra ciudad y que, en suma, todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada es más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la noche y en seguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países donde las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que existe otra cosa. En general, esto no hace cambiar sus vidas, pero al menos han tenido la sospecha y eso es su ganancia. Oran, por el contrario, es en apariencia una ciudad sin ninguna sospecha, es decir, una ciudad enteramente moderna. Por lo tanto, no es necesario especificar la manera de amar que se estila. Los hombres y mujeres o bien se devoran rápidamente en eso que se llama el acto del amor, o bien se crean el compromiso de una larga costumbre a dúo. Entre estos dos extremos no hay término medio. Eso tampoco es original. En Oran, como en otras partes, por falta de tiempo y de reflexión, se ve uno obligado a amar sin darse cuenta.



Supongo que yo creo por sobre todas las virtudes en la más amplia libertad, no la que surge de la inconciencia o la ignorancia sino aquella que trasciende sin claridad la mente y se representa centellante en las emociones y tangible en las formas, como el logro más selecto, una contorsión bella y poco menos que imposible.

En mis momentos holgados (que no son todos pero sí los suficientes) creo que jamás seré capaz de alcanzarla. Y quizás por esto busco desordenadamente hacerlo y cuando creo reconocer en algún lugar sus más leves señales, me pasmo, me detengo, la busco y la contemplo.









Sin embargo, generalmente eso que veo no es más que algo inasible, fugaz y completamente ajeno a mí. Es decir ese cuerpo, como todos los anteriores, suele ser tan mundano como el mío.

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