domingo, 2 de noviembre de 2008

Los aviones, que no vuelan de noche

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La biblia es el libro más largo del mundo, me había dicho Nicole. Y yo me cagué de risa en su cara. Nicole es creyente y sobre todo cándida. Luego le di algunos ejemplos especialmente exagerados. Los miserables, le dije. Los hermanos Karamazov, le dije.


Me ha parecido que solemos guardar dentro de nosotros pequeñas imágenes fundamentales que no cuestionamos. O bien por miedo o porque son en apariencia tan intrascendentes, no las tocamos. Esporádicamente surgen y nos hacen quedar en ridículo, porque son tiernas e ingenuas. Otras veces nos hacen sufrir terriblemente.


Estábamos en cuarto de media, en clase de geografía, cuando hablábamos de aeropuertos. En cierta circunstancia, no recuerdo el detalle, surgió el tema de un vuelo nocturno. Claudia dijo: ¿Pero cómo, si los aviones no vuelan de noche… cómo harían para ver? Claudia es tonta, pero no tanto.


Son afirmaciones, fragmentos, nociones que hemos adoptado y asimilado, probablemente de muy niños, en esa época en que contemplábamos el mundo con los ojos abiertos y completamente huevones. Desde entonces vivimos con ellas. Subsisten y permanecen latentes hasta alcanzar el momento fatal de meternos cabe, sea para que otros se rían de nosotros o para sabotear nuestra sobria elegancia. Porque más allá de mis ejemplos totalmente triviales, no siempre es algo superficial, dulce, risible, a veces son parámetros que afectan duramente nuestras formas y sentimientos. Como siempre, la distancia entre lo ligero y lo desgarrador no es más que aparente.


Yo he vivido años o meses, días enteros en desasosiego, pensando que sólo podía ser de algún modo, que debía sentir de algún modo (y no de otro), estando seguro de que estaba hecho de una manera específica, y quizás solamente porque en algún momento, cuando más frágil fui, aquello se incrustó en mi. Luego descubrí nuevas libertades al ver expuestas, como servilletas limpias volándose de una mesa en el viento, todas mis suposiciones. Descubrí que podía reír de otro modo, mirar y hablar de otro modo; hasta descubrí que podía querer de otro modo, más risueño, más hondo, contemplativo y silencioso.


Podemos trascender nuestras historias, o combinar muchas, mutarlas, perturbarlas y también olvidarlas. Idealmente, una vida debiera ser la suma de todas sus historias posibles. Y en la realidad yo trato de que la mía al menos sea la mezcla desordenada y bella de muchas.



Lo único divertido de esta observación es que esta deliciosa o peligrosa encarnación de la cojudez puede atrapar a cualquiera. Hace unas horas hablábamos yo y Álvaro, cuyo hermano es fotógrafo, de un trabajo que tuvo su hermano. Estuvo en un asentamiento humano y mientras cagaba en una letrina de esteras, le robaron la cámara, los lentes y la billetera. Yo le dije: ¿Qué?, pero si a los periodistas no les roban.


Álvaro se quedó mirándome, confundido.

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