domingo, 4 de enero de 2009

El sur, la septicemia (acaso mi mayor exageración)












Eran las 10 y 30 p.m. del viernes dos de enero, y solamente porque la sangre corría y en un principio yo no supe de dónde, fue que me detuve. Sorprendido, con un sabor agrio o salado en los labios dejé el utensilio de lado, olvidé por un momento la fiebre que henchía mi cráneo y cascaba mis muelas, y me revisé de pies a cabeza.

Había sido un día perverso, colmado de sol y delusiones mansas, delusiones de heladero, de remembranza y de agujero en la arena, y el vapor que ascendía del lavatorio dejaba entrever a través de él la sangre que manchaba la superficie de color blanco. Como los restos de un accidente automovilístico sobre el asfalto, donde en una zona no muy extensa, al alcance de un solo vistazo, se esparcen los trozos de una persona y en ellos debemos reconocer sus fragmentos: así, de tal modo me veía dibujado en esas manchas y difusas zonas pinceladas. Veía dibujado en rojo, sobre la pantalla cóncava, el largo trajín de este día, la arena y el mar helado, el viento y los estornudos y mis labios resecos por el sol.

Con pura elegancia, oír el agua que corre puede hipnotizar un hombre, y si esta hierve o resopla y despide su aliento alcohólico, comúnmente reconocido como vapor, este puede sumirse en un soponcio tan místico como idiota. Yo nunca sabré cuántos minutos transcurrieron mientras yo repetí las mismas tareas. Frente al espejo y calato, me perdí primero y tan sólo me desperté al reconocerme a mi mismo, a mi mismo transfigurado en estos dibujos y trazos de sangre, sarcásticos y delatores, sobre el blanco infinito del lavatorio. Viéndome noté que la sangre llenaba mi mano, llenaba mis labios, cubría el cepillo de dientes y pintaba mi saliva.

Me enjuagué bruscamente unos segundos, cerré después el caño y fue tiempo de volverme a vestir. Sudando, pero enfriado por la fiebre, recogí mi ropa de una pequeña repisa. Me calcé primero el calzoncillo; luego tomé el pantalón. Metí la pierna izquierda y mientras levantaba la siguiente un leve mareo me despojó de todo equilibrio. Al intentar meter la pierna derecha lo más rápido posible para evitar una caída, mi pie rasgó la tela y quedó atracado a media pierna, dejándome parado en un pie. Así, caí apoyado contra la pared a mi izquierda, todo el hombro, y sobre un solo pie. El suelo estaba empapado (el agua chorreaba desde mí después de una larga ducha) y gemí cuando pareció resbalar mi único apoyo, pero hice fuerza y pareció mantener la estabilidad. Después la fricción cedió y aquella pierna, débil, terminó de resbalarse y se dobló como una horquilla vencida. Di un último giro con todo el cuerpo para evitar el accidente, pero fue inútil: caí todo, semidesnudo, sobre el piso helado. Después de unos segundos imposibles de describir, me hallé jadeando en el suelo, echado boca arriba.

De un modo muy distinto, observar una luz puede también hipnotizar a un hombre. Echado sobre las losetas del piso, mirando la lámpara pendiendo del techo y reflexionando sobre cómo volverme a parar, comencé a verlo todo: la sangre, el día, la noche, mis manos... No he querido desde entonces otra cosa salvo un poco de gentileza y cariño.




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