martes, 13 de enero de 2009

La sublimación de la mierda




He tenido que bajar del piso 22 tan rápido como pude. O mas bien tan rápido como el ascensor pudo, y mientras tanto yo muriendo o divagando, que no son asuntos demasiado distantes, y al mismo tiempo mirando a mis compañeros, aquellos que treparon conmigo al aparato maldito, y reconociendo que son bastante iguales a mí. Hombres y mujeres, más bellos y más feos que yo, contienen en sus labios la misma angustia por emerger de este horno metálico que nos cocería amablemente este mediodía de verano si el motor se malograra y él se detuviese y en el que no queremos estar juntos ni un segundo más de los pocos segundos a los que estamos condenados a permanecer juntos aquí, oliéndonos y mirándonos y ocasionalmente rozándonos, mucho más cerca de lo que nos acomoda.










He salido después a la especie de terraza o platea que circunda y decora el edificio y he explotado en un tiroteo de gases vacuos y extensos. Una continuidad de gases inodoros y largos que me hartaban y que pudieron salir al fin, después de una mañana entera de gestación. Me he liberado de una manera grosera pero discreta y acaso incógnita de una cantidad incalculable de mierda que me repletaba y que por un milagro de la alquimia se había transformado, desde su natural y pestífera naturaleza sólida en una monstruosa niebla de un gas incendiario y elocuente.

Por suerte, como no es tan común con lo que pienso y luego digo, he podido encontrar la manera secreta de liberar esta descarga de mí. Porque esta mierda es totalmente mía: porque desde hace un mes o un poco más este estómago romántico y todas mis otras vísceras proféticas se han vuelto una fábrica convulsionada, trotskista y sindicada de estos gases apasionados pero fútiles que pugnan por salir en todo momento de mi recto ardiendo.

De repente pienso que toda la mierda que producimos, no sólo en nuestras tripas sino también aquella que germina en nuestros corazones y desciende a nuestra mente, es imposible de liberar en su estado sólido y que la única manera eficaz de hacerlo es la forma poética que mi cuerpo ha descubierto: la sublimación. Debemos convertir nuestro discurso interno en una materia leve, insustancial y voladora, en una corriente etérea y amena que viaje e inevitablemente se pierda difuminándose como la niebla entre los edificios, y nuestro único deseo debe ser perdurar así: fragmentados y extraviados entre las ciudades, las mentes, los autos y los restaurantes. Nuestra única esperanza de alcanzar a otros debe fundarse en convertirnos en esta niebla hermosa que los envuelva, colme sus fosas y sus cerebros y los vuelva imbéciles por siempre.



Presiento además que en esto se debe esconder el esquivo misterio del amor y la creación.




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