viernes, 16 de enero de 2009

Tupac Amaru II y el país de los ponies longevos












Estoy desterrado bajo una sombrilla. Es muy temprano en la mañana y junto a mí está Fernanda. OK, no está Fernanda, pero estuvo hace 20 minutos su olor y guardo todavía su recuerdo y sus labios oscuros me exprimen el ánimo y la presunción de su sexo humoroso que por hoy no besaré -el mío enhiesto- permanece.

Pienso también que los hombres no debieran despertarse temprano e ir a la playa y especialmente no si se han olvidado de quitarse las zapatillas porque estas se llenan de arena y el agua salda humedece las medias y entonces no provoca más que regalarlas. Le he regalado mis zapatillas al primer hombre que pasó y me ha mandado a la mierda. Puta madre huevón, no quiero tus tabas.

Es muy temprano y estoy encogido y borracho sobre la arena de la playa como un feto sentado (como una momia en posición peruana) y se me ha ocurrido de pronto que me gustaría que me estiren. Que me estiren de brazos y piernas sobre la arena de la playa, ahora que el sol todavía está tímido y esta especie de nube tenue avanza sobre la orilla, que me estiren hasta que mis articulaciones crujan libertadas mientras el sol coce mi abdomen, mis muslos, mi pecho hasta lograr el bronceado perfecto.

Entonces busco un medio y veo a los niños. Solamente que ya no son niños. Tienen 14, 15, 18 años. Algunos son mucho más hombres que yo y seguro por eso mismo viven mucho mejores vidas que yo. Tiene espaldas amplias, abundante pelo y alguno hasta la quijada dura. Espero ser capaz de manipularlos.

Siempre he creído que la vida buena requiere cierta dosis de ingenuidad.




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