sábado, 21 de febrero de 2009

Esparcimiento urbano 2





Era muy tarde cuando bajé por el ascensor, brillante, acalorado, y lo vi también allí, brillante, acalorado y enternado aún... es sólo que realmente no lo vi. En todo caso no hasta mucho después. Empujé la puerta del edificio y pasé junto a él abnegado, anegado por una nube, absorto y excitado por una nube de deseo imposible de satisfacer y emprendí un camino difícil, conocido pero difícil. Porque no es verdad -es mas bien una simplista y popular mentira- que lo más difícil sea lo desconocido o lo imposible, sino que es completamente al revés: no hay nada más difícil que aquello que conocemos y hemos logrado múltiples veces, porque es mucho más simple construir una cadencia (toda actividad, vivir siempre es un baile, un ritmo, un acto métrico) y flotar un instante sobre ella, contento y engañado, que persistir en ella a pesar del tiempo y sobre todo a pesar del tedio, por un periodo extenso o a través de las múltiples repeticiones que las circunstancias nos procuren. Así empecé a caminar, zigzagueante, un poco indeciso por la vereda, como con el rumbo de mi casa.

En el trayecto medité sobre la soledad y quise parecer, andando entre parques y personas, un pregonero. Como ese pregonero que acabó siendo el Lazarillo de Tormes, pero un pregonero vacuo de bienes modernos, bienes intangibles pero tan capaces de conducirnos a la embriaguez como esos vinos que debió vender cuando pregonero el Lazarillo de Tormes. Pensé que debí ser actor, sólo un instante cuando abrí lo más que pude las fosas nasales e inspiré los romances de la neblina, luego volví al tema de fondo. Y quizás entonces fue que lo vi, un poco lo recordé. Ya iba por el Olivar, por su alameda principal que siempre me parece demasiado iluminada, cuando alcancé la convicción de que estaba lejísimos de ser actor y más bien muy cerca de ser un huevón y supe que aquello era triste y recordé que eso no me parecía triste en si mismo, sino real, incluso contento, y entonces sonreí: era un hombre triste y huevón que andaba por la alameda contento, brillante y demasiado iluminado y que quería a veces ser un actor, un relator, un periodista, diré mas bien una especie de fotógrafo perverso y alelado, un pregonero de imágenes soñadoras e ideas parciales, todo con miras a propagar una embriaguez sagrada -que no exenta de toda la racionalidad-, una fetidez extrema y dulce y bella que nos lleve a todos -oh manada de hembras- por el sinuoso tobogán del éxito.

Entonces las vi. No a él, todavía no, sino a dos viejas como dos brujas, quizás como he imaginado siempre a las brujas en esos programas que tantas veces he visto en el History Channel sobre la Inquisición: como extrañas y acabadas amantes, gastadas, arrugadas y secas por el larguísimo trajín del placer. Estaban ellas en una banca del lado izquierdo de la alameda. Y por primera vez en semanas un amor no me dio asco. Yo sonreí (lo que más tarde recordé sorprendido) y ellas reían y una besaba a la otra en los ojos, colocaba sobre sus párpados pequeños picoteos de pájaro-araña, los cuales la otra, que sentada sobre su regazo, recibía alegre y correspondía con pequeños picoteos análogos de pájaro-araña, de pronto más largos, como maduros, mientras extendía su brazo alrededor del torso de la primera, rodeándolo y cerrando su mano sobre las costillas, haciéndole breves cosquillas, por momentos meciéndola suavemente, lo que deduzco incitaba en ella los gemidos plácidos que liberaba cuando no estaba dando uno de sus pequeños besos de pájaro-araña. Me abrumó la ternura, la inconmensurable ternura de la escena, y sin notarlo me detuve a observarlas un momento. Muy rápido se dieron cuenta, lo denunciaron con una mirada confundida y entendí que tenía que seguir de largo.

Estuve un momento desconcertado y no supe mucho lo que sucedió hasta que llegué a mi casa. Fue cuando me lavé la cara que finalmente me despojé de ese brillo maldito. Limpio, abrí mi cama y apagué las luces y me desnudé para entrar en ella así, desnudo, y entré efectivamente en ella y me sumí en la frescura de las sábanas blancas. Encendí el ventilador y noté científicamente cómo se iba aclarando el color del cielo raso mientas se abrían mis pupilas. Al cabo de unos minutos podía distinguir claramente las formas: el televisor, los libros, los discos, la alfombra y el afiche de Van Gogh que dice Licht! (que me he robado). Más agudo que nunca, tampoco entonces lo veía: hasta entonces no lo había visto. Sólo tuve una convicción: soñaría con lo mismo de todas las noches. Inevitablemente soñaría.




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