martes, 4 de noviembre de 2008

Proporcionalidad y asepsia

Es un divino y viejo ritual. Después de cualquier noche larga me doy una ducha eterna.





El sábado me levanté a las 11 am completamente vestido. Siempre me gustó dormir con ropa. Dormía en uniforme de colegio los días que hacía trabajos hasta tarde, aunque la camisa se arrugara y Vilma me lo recordara, y he dormido en terno varias veces después de una fiesta y el sábado me levanté en jean y mi chompa gris-junio dentro de mi cama. Da una sensación como nostálgica que me arrulla en un sentido muy íntimo y algo sensual, mientras muevo mis pies desnudos a través de las sábanas, como pataleando, y busco algún rincón todavía fresco para estacionarlos. Estacionarlos hasta que se caliente ese rincón y después busque otro, busque hasta que ya no encuentre otro y entonces sea cuando decido levantarme.


Hay noches en las que pierdes el aliento y te despiertas en una marisma nublada. Hoy hablo de esas. Esa mañana me levanté con la garganta herida y con los ojos turbios. Sudaba en mi cama, con mi querida chompa gris-junio atrapándome. Mientras me caía el agua demasiado caliente sobre los hombros y el cuello, hacía un anillo con mis brazos, rodeaba mis piernas y pensaba en cosas que en su mayoría no recuerdo. Pensaba seguro en morirme velozmente, porque la resaca, aunque leve esta vez, siempre es una muerte demasiado ceremoniosa que provoca evitar.


Recuerdo que pensé en Genghis Khan y en Atila, el huno. Siempre que me levanto sin aliento y en una marisma nublada y con la garganta herida y con los ojos turbios y mientras me cae agua demasiado caliente entre la oscuridad y he sudado con mi chompa gris-junio y mientras hago un anillo alrededor de mis rodillas y apreto mis brazos y cierro los ojos, recuerdo a Genghis Kahn y a Atila, el huno.


Teníamos un libro de historia, El libro de la historia. Y si a los 7 años no me sabía un sólo dibujo animado, me sabía la vida, en dos caras A4 e ilustrada, de Siddharta, Ricardo Corazón de León, Carlomagno, Mahoma, Guillermo el Conquistador, Erik el Rojo, Napoleón…Y si esa mañana, después de una noche larga y de levantarme sudado, como envuelto por esta chompa gris-junio (ahora tirada junto a mi mesa de noche) en el crin de una bestia fétida y pestífera, me doy una ducha larga o eterna, caliente como la terma pueda, pues los olvidos a todos y sólo recuerdo a Genghis Kahn y a Atila, el huno. Por un motivo potente: porque toda ducha larga o eterna, caliente como la terma pueda, la toma a obscuras. A obscuras, con b entre la o y la s: lúgubre y tierno y cómico, como en traducción de Poe.


Porque siempre preferí a ellos dos sobre todos los otros. Porque Nerón siempre me pareció un cojudo sin ambición y Alejandro Magno un despeinado en todas las monedas que vi. Porque siempre he contemplado la belleza en las grandes humillaciones y me fascinaba, con miedo y alucinación, ante este par de potros que le patearon el culo a los romanos y al papa, respectivamente. Porque no puedo evitar apagar las luces cada vez que entro a la ducha y esa ducha obscura, con mis ojos nublados y con la mente turbia, es el único modo que aún tengo de regresar a las duchas obscuras de mi niñez límpida, cuando el viento del vapor apagaba la única vela que alumbraba el baño.


Entonces es sábado, digamos a las 11 y 15 am, y me despierto con las luces apagadas, sentado en la tina. Me despierto de un trance ligero. Y no recuerdo en qué he pensado salvo que he recordado una vez más a Genghis Kahn y no a Los Pitufos. Y el único otro recuerdo diáfano es el de caminar a las 5 y media am por la avenida Pardo, con toda la vida acurrucada en la cabeza, con toda esta cabeza sobre los hombros, estos encogidos, desgarbado como ando, y ver pasar un inmenso bus morado. Luego subirme al bus, tomar asiento, ver acercarse al cobrador y asombrarme ante la sencillez de la transacción. Sencillamente no poder creer lo gentil del trueque. Entonces mirar a la derecha: Jorge, ¿cuánto me cobró? Y él, sin voltear: China pues.

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