miércoles, 12 de noviembre de 2008

Negro night








Se sienta en frente mío y es extraña, pero deliciosa. Su mirada no es perfecta, pero su cuello sí. Desde unos hombros precisamente anchos, como un arco terso y fino y severo, cubierto de esta piel asoleada, hasta su poto tímido pero valiente, toda su espalda yo quiero. Y su pelo rubio de raíces castañas ondulándose sobre sus orejas y su silueta dúctil y un perfume cuando pasa junto a mí en la penumbra de esa clase y el perfil de su nariz recta y sus labios anchos o amplios y ese giro para voltearse a preguntarme qué tal el trabajo, cuánto te sacaste, con su acento medio idiota, me enamoran. Llego a mi primera clase de la mañana y puedo pasar la clase entera imaginando la técnica más sutil para engañarla.



Luego termina la clase y la dejo de ver y un poco la olvido. Porque los amores rápidos se olvidan aún más rápido. Entonces camino hasta el estacionamiento pensando en el cielo o el café o el dinero y pronto diviso el gol azul que me espera y me subo y le doy un beso en el cachete: mi segundo amor tiene el pelo marrón, casi negro, los ojos oscuros y la lengua generosa. Me gusta porque me habla con dulzura, muy rápido y con inteligencia. Sólo son 20 minutos los que tenemos cada vez, pero ella los aprovecha. Nos reímos y si la miro a los ojos, cuando ella se voltea para oírme, deduzco en sus ojos claros y diáfanos que es una puta magnífica, dulce, y mientras lo noto caigo en sus engaños y la quiero amar y sólo puedo imaginar lo magnífico que sería besar sus labios pero más aún que ellos besen mi pene. Que me lo besen, con aquella ternura profunda y genuina que sólo pueden tener las amantes brillantes y que sin duda ella tiene, y que mi espalda se arquee mientras ella sonríe y que me mire un momento, cómo me muevo, para después continuar con la misma abundancia la labor hasta el final.



Pero inmediatamente llegamos a mi destino y me bajo en un semáforo burdo y nos hemos perdido. Y entonces unas horas ando solo como un hongo. Me yergo, cuestiono, divago. Alternativamente tomo café, meo o miro una pantalla. Y es recién por la tarde que encuentro otro amor, sosegado. Nos saludamos bajo un árbol y por un momento me detengo para mirarla bien. Así me pierdo en pleno discurso. Ella lo nota y se sonríe. Sé que es un amor cómodo y de casa, con olor a ropa limpia y algarabía de niños yendo al colegio más caro que podamos pagar. Ella se ríe de mis chistes, me abraza cuando me ve. Tiene los ojos hondos, la cintura finísima y las tetas bonitas, casi nutricias. Cuidaría de mí si estuviera enfermo, escucharía todos mis problemas si tuviera la intención de contárselos. Y cada vez que me abraza quiero que el abrazo dure un mes: aprieto fuerte y ella también lo hace y en ocasiones me aventuro a bajar los brazos y rodeo su cintura. Entonces sé por un momento que la quiero, pero de una manera asexuada y anodina y breve, y que no importa que ella tenga enamorado porque si alguna vez lo conozco seré yo mismo y él pensará que soy un imbécil, es decir ninguna amenaza, y todo podrá seguir igual en cada uno de nuestros breves y raros encuentros.



Pero rápido el horario de almuerzo termina e inevitablemente nos despedimos. Así pasan más horas, oscurece, y yo ando de frente, en otros momentos de lado, recorro amplias zonas de la ciudad, subo y bajo y bajo y bajo escaleras, recorro avenidas, hablo y no hablo y hablo y hablo... hasta que finalmente termino otra vez sentado en mi carro, listo para ir a casa. Prendo el motor, subo el aire al máximo y enciendo la radio. Pongo un disco. No arranco y en cambio miro a la gente cruzar por delante. Subo más el volumen. Extiendo la mano, seguro de lo que busco, y recojo del compartimiento bajo la radio un pequeño chocolate. Tiene un mensaje inscrito. Entonces sé que en este instante lo único en que pienso es esto: en esto que miro.




En cierto momento del día, cada una. Quizás toda esta noche sólo en ella.

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