domingo, 29 de marzo de 2009

El aterrizaje










He dicho siempre que podría morir pronto. Al observar mi vida como una historia, sería bello y patético un final tajante, catastrófico y rápido que llegue de la manera más inapropiada, mientras los sueños de mi mamá todavía sean grandes y las esperanzas de mi familia sigan vigentes. Destruir así mis sueños y los suyos, incluso los tuyos, con la perfección árida y azul de la soledad.

Apoteósico, siempre sentiré la tentación de derrumbarme de este vuelo. Ya lo supe demasiado tiempo. Tendría sólo 5 años cuando jugaba con canicas y, tras las advertencias de W, comenzaba a sentir la seducción maldita, el aliento húmedo y tibio, el perfume del deseo. Metía entonces la más gorda de todas a mi boca, le daba un giro y luego la escupía, estremecido por la dulzura del terror, la posibilidad de acabar sofocado tras cualquier error en aquella danza.







Quizás algún día identifique al más inocente hombre que transita la ciudad, cualquiera por la calle, y caiga sobre él desde los cielos de mi historia como una bomba infinita. Entonces habría un imbécil menos en la tierra. Yo no sabría decir cuál de los dos.







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