martes, 31 de marzo de 2009

Agentes de tránsito




Quizás mi único atractivo sea una honda vulnerabilidad. Una vulnerabilidad evidente y cómica, crónica, profesada, ejercida con un estilo contrito o despabilado, gritada en un canto magro cada día y todavía con más efervescencia cada noche.

Entenderé vulnerabilidad como la existencia de una vía abierta en mi despistado exoesqueleto -criatura articulada, como pelícana: el lugar común, la realidad donde reverberan las palabras contra mis articulaciones y tú existes- a través de mi entraña, mi estómago, mi corazón. Entenderé que es una vía gigantesca, un tanto Appia, carretera de hechos, ruidos y besos, y aceptaré que ahuyenta a no pocos potenciales transeúntes con su sinuosidad insolente. Otros se internan en ella; entran por esta grieta pequeña, negra, húmeda gruta, bella y enferma locación de todas mis obsesiones (que no son pocas). Por lo demás, yo los invito a pasar (te invito a pasar) con alegría. Dentro, sonrío y existo.

En el fin de semana conversé algunas horas con G. G es genial y me encanta conversar con ella, sonríe muy bien y puedo ser sincero con ella y me divierto. Existen una cuantas personas, pocas, con las que llevo esta relación. Paso días en una como vorágine propia, quiero gritar, y existen pocas personas con las que finalmente puedo ser yo. (Lo único otro con lo que puedo ser yo es con el alcohol.) Ellas me conocen, de pronto realmente. Paso días en esta vorágine propia, hermana de la más sobria soledad, y todo vuelca en un desahogo muy similar al vómito que reconozco egoísta pero que me hace sentir acompañado, cálido. G entra, me siento confortado y luego se va. Llega muy dentro, pero atraviesa totalmente esta carretera, surgiendo del otro lado, acaso ilesa. Pasan semanas, no nos vemos, y yo quizás veo a alguna otra de sus iguales. Luego nos volvemos a encontrar y es lo mismo. Algo portentoso representa este ritual; yo, únicamente por convención y contra mi voluntad, suelo también llamarlo amistad.

Esta tarde siento una leve nausea. Tengo fiebre. He tomado demasiada cafeína y me desvanezco. En mi pecho pulsa un ser, con desenfreno, completamente débil. No puedo seguir sentado y me abruma una sensación de vacío y he pensado toda la mañana. Pensar, como no dijeron pero seguro entendieron aquellos griegos, es sobre todo un acto temerario, osado al límite elegante de la imprudencia. Yo he copiado y tornado en mí aquella figura vieja de la caverna. Además he imaginado mi corazón tendido en esta carretera -una carretera que va por el medio de la caverna- y he comprendido que cada ser que la atraviesa no es más que otro transeúnte. He aceptado que mis amantes no son otra cosa que estos mismos transeúntes: he concluido que la única forma comparable a mi amor es aquella del hombre que se tropieza cuando cruza la Panamericana Sur un domingo, borracho y confundido, a la altura de Lurín.

¿Buscas tú la sonrisa infinita? Pues deberás convertirte en un peaje de esta carretera: aquel mortal peaje donde llegó Sonny Corleone. ¿Y dónde subsiste cierta nobleza cuando el contento implica estas astutas maquinaciones criminales? Has visto con tristeza a cada visitante. Nada más ineludible, más inevitable que el momento más profundo de su viaje. Luego, lentamente, inevitablemente comienzan a emerger. Tu momento más extraño: se han ido.















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