miércoles, 11 de marzo de 2009

Noches de softcore







Ahora estoy adicto a estas mujeres desnudas y al sexo conciliado y seguramente mal remunerado que tienen todas las noches en mi televisor. Tienen sueños y yo ciertamente tengo los míos y como no puedo concretar los míos (y aunque es concebible que ellas tampoco los suyos) al menos paso algún tiempo observándolas concretar los de otros. Porque mis sueños, mis turbios sueños pasionales, no son sujeto de las tramas de estas películas.

Luego el sueño –el otro, nocturno ineludible, ese que también nos lo promete todo pero tampoco nos permite escapar- lo olvido y en silencio, pues bajo el volumen hasta eliminar ese fatal beat pornográfico que me recuerda al techno que ponían en la radio por el 2000, me dispongo a presenciar las escenas de amor. Son aún las once de la noche cuando respiro y enciendo el decodificador que me ha sido forzado por la empresa de cable. Unos minutos después finalmente me masturbo y al rato duermo, anestesiado por la memoria vasta de todas las ausencias constantes.

En otro tiempo, libre de ellas, pienso que ver tele debería ser no pensar en nada. Ver tele debería ser el supremo acto de ocio, la inutilidad pura, la perfecta y putrefacta ceremonia del acarreo externo. Hay momentos cuando no queremos pensar, esos recuerdos ya tuvieron suficiente espacio, tiempo durante el día, y ahora lo que queremos es no pensar en nosotros. Entonces ver tele es la forma de sumirnos en aquella hipnosis tarada que perseguimos. Nos reímos o nos interesamos por nada, un tiempo variable según el gusto, y casi siempre nuestra conciencia se limpia. Es la versión contemporánea de la figura de la confesión: en cambio de gloria recibimos el más confortable vacío (donde me siento tentado a sugerir que son lo mismo).

Pero desde que la empresa de cable me ha forzado este aparato, ya no es así. Hoy y cada noche no paro de ver a estas mujeres, que francamente no son demasiado hermosas. Simplemente están calatas y tiene sexo y eso es sumamente tentador para un hombre cuyos sueños son grandiosos y lejanos. No paro y me sumerjo en esto que convulsiona mi mente, pues me da una probada de lo inasible.

No paro y de tanto seguir aún no recojo Pale fire, que descansa en mi mesa de noche hace una semana. Javier Heraud escribió que su lamparín le permitía reír al lado de Vallejo, ver la luz eterna de Neruda. Era mi idea que por estos días el mío me acompañara mientras vuelvo una y otra vez al Oxford English Dictionary, tan confundido por Nabokov como las otras veces. En cambio, sólamente me sirve para buscar el botón de info en mi nuevo control remoto que aún no sé de memoria para conocer la programación nocturna del flamante canal de calatas.

Y lo peor es que Max Prime no es para siempre. La r-evolución (por no faltar a la tradición) sólo ha traído una cosa buena: aquella que nos engatusaría y pronto nos quitarán.




No hay comentarios: